lunes, 20 de febrero de 2017

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: El Algarbe-El Algarbe (II)

Guarda qué solana. En la retina ha quedado, lo mismo que un precioso recuerdo lejano en el tiempo que, por su impronta, se mantiene vívido e intenso, la fresca y húmeda sombra de los árboles gigantes de unos minutos atrás. Un boscacho de sabinas, una selva demasiado abierta es de todo de lo que dispongo para refugiarme de la canícula. La decisión ésta, de última hora, poco meditada, por supuesto y para no romper con la normativa vigente, de locos. A unas salinas, con todo el calor del mediodía. No sabía mi abuela, cuando afirmaba rotunda que ya me entraría el conocimiento, entre bronca y bronca del abuelo, lo que decía la pobre. 

Salinas de Sierra Menera
En una zona ganadera como la sierra de Albarracín, y tomando en consideración que un aporte extraordinario de sal es esencial para el correcto desarrollo, crecimiento y reproducción de la cabaña, no podían echarse a faltar unas salinas como mandan los cánones. No van a ser éstas, he aquí de admitir, las primeras que tenga oportunidad de visitar. Las de Sierra Menera, en el Jiloca, en la raya con Castilla y estorbadas del todo, fueron las primeras. También en un día de verano, o acaso durante la primavera tardía, con bien de sol y, a resultas, bien de calor. Y las segundas, en algún momento del pasado invierno, inusualmente cálido, las de Arcos de las Salinas en la Sierra de Javalambre, también echadas a perder. 

Salinas de Arcos de las ídem
Nadie podría asegurar que las sabinas crecen, milímetro a milímetro, año tras año. Que los ejemplares de mayor porte cuentan siglos y siglos de elevarse con esfuerzo ímprobo sobre la inhóspita aridez del suelo. Que sus dominios fueron inabarcables en los adentros penumbrosos del tiempo geológico; cuando las condiciones climáticas eran adversas ellos se movían como pez en el agua. Y que han quedado reducidos a los terruños más indeseables, donde el suelo no es sino una polvorienta marejada con apenas nutrientes y que es muy ocasionalmente redimido por una lluvia testimonial. Y, sin embargo, contra pronóstico ellos crecen y persisten. 

Hago caso de las indicaciones y tomo una pista forestal en bastante buen estado. En nada, rock and roll: me veo de ciclocross-turista, llevando a rastras la bicicleta por un sendero magnífico (para los senderistas, claro, pero yo hoy de senderista incorporo, más bien, poco). De tanto en tanto valoro la posibilidad de candar la bicicleta a alguna sabina de las que amanecen desperdigadas por la ruta. Pero me ocasionaría dos inconvenientes. Por un lado, encontrar el árbol adecuado, aquel cuyo tronco coja en el candado en U, que no da para demasiadas alegrías. Y por otro, la decisión me obligaría a regresar por este mismo itinerario, cuando quizá la ruta prosiga más allá de las salinas. Se desestima la propuesta por mayoría absoluta, e inapelable, del único voto de calidad del parlamento que rige los destinos del viaje.

Sendero señalizado a las salinas de Royuela
No ha alcanzado el Sol su cenit ni el calor su máximo para el día de hoy. Aquí no respiran ni los arácnidos. Sus telas aparecen desenrolladas sobre la arcilla como se desenvuelve una alfombra por su salón, pero desocupadas por completo, cuesta creer que al fondo del tejido, en el arcilloso túnel, un artrópodo se guarece. Y cuesta todavía más creer que, en algún momento, si no lo ha hecho ya, extenderá su red por todo el planeta.

Cuesta creer que araña extenderán sus redes por todo el planeta
Por fin la rocha toca a su fin y cambio de rambla; unos metros más para alcanzar mi destino. Una ligera brisa apenas perceptible no impide que vaya amplio de sudor, como un tocino podría escribir, aunque la comparación es del todo desacertada pues los cerdos, al carecer de glándulas sudoríparas, no sudan. De hecho, ese afán por revolcarse en el barro, que a nuestra modernidad se le antoja tan reprobable, tiene que ver con ello precisamente; de alguna manera han de regular su temperatura estos suidos domésticos. 

Salinas de Royuela
Con calzador insertas en la rambla estrecha; son estas salinas completamente diferentes a las otras dos instalaciones que he tenido oportunidad de visitar como maniaco de la etnología que uno es. La restauración, he de suponer que trajo consigo las vallas y la red metálica me mantendrá alejado de las cubetas y del empedrado que, como amanuenses sin apenas luz y con instrumentos de escritura muy rudimentarios, los responsables de su construcción urdieron meticulosos. En la distancia imaginaré lo duro de la tarea y las cubetas henchidas de agua saturada de sal evaporándose al sol y dejando como rastro el preciado cristal.

Salinas de Royuela
Tras tomar unas cuantas fotos, me decido por proseguir mi camino. Un par de hombres han amanecido a lomos de una pickup. Por donde ellos han venido se regresa a la carretera, según me comentan. No hay más que hablar.  Agoto una pronunciada cuesta a pie empujando el velocípedo. Acto seguido, me dejo caer. En el descenso a punto estoy de partirme la crisma. No está en tan estupendas condiciones este tramo, profundas rodadas que he de esquivar se muestran siempre amenazantes. Si la rueda delantera de mi bicicleta es hecha prisionera de tan singular relieve, tarde o temprano, al verme incapaz de sacarla de ahí, daré con mis huesos y mi carne, y con el cuero que los contiene, en el suelo, morderé el polvo. No la voy a liar hoy. Las caídas las voy a dejar para más adelante. Y tendrán mucho menos glamur. 

Siento el monótono asfalto, por fin, bajo el metal y el caucho. A Calomarde, a refugiarme de la calorina ésta infernal, a meterme algo sólido al cuerpo y líquido al espíritu. Mi intención es no parar hasta llegar al lugar, al cual antecede una rocha prolongada sin demasiada pendiente. Las intenciones, sin embargo, en este vagar loco sin rumbo, son harto pasajeras. Lo mismo que surge el oasis en la indescifrable aridez del desierto cuando menos lo esperas, entre el achicharramiento mayúsculo al que estaba siendo sometido, amanece la humedad, el verdor y el frescor que propaga la cascada de la Batida, oculta en el pinar y custodiada por los imponentes farallones calizos que han seguido, a su vez en silencio, mis progresos a lo largo de la sinuosa quebrada. Todo el paraje es obra del karst. El producto de la habilidad que tiene el agua, cargada de ácido carbónico, consecuencia de la dilución en del dióxido de carbono de la atmósfera, de disolver la roca caliza.

Cascada de la Batida
El río de la Fuente del Berro ha horadado el estrato calizo hasta aquí abajo y sus aguas límpidas continuarán realizando tan adusta tarea el tiempo que haga falta, encerrinadas en la búsqueda de ese perfil de equilibrio al que toda corriente de agua superficial se ve obligada, en que ni hay erosión ni se da el transporte de materiales. 

También se ha dado el proceso inverso y el arroyo ha depositado parte del carbonato cálcico disuelto. El travertino o la tosca son rocas sedimentarias muy porosas consecuencia de esa deposición. En el entorno de la caída de agua, a la vera de los musgos, se aprecian estas formaciones características de ambientes cársticos, parientes pobres de las más populares estalactitas y estalagmitas, de las que cualquier persona podría dar unas pinceladas por su subterránea espectacularidad. 

Formación travertínica y río de la Fuente del Berro
Sujeto la bicicleta a una barandilla de madera que permite descender hasta la orilla del arroyo con facilidad. Recorro todo el tramo que me resulta posible recorrer sin tener que terminar haciendo la anátida. El enclave es de gran belleza y no sólo por lo que se ve, también por sus sonidos. Escucho el canto de varias aves, voces que me resultan familiares, la oropéndola, el escribano soteño, el chochín o el pinzón se dejan sentir. Reconfortado regreso al punto en que mi bicicleta ha quedado aparcada y tras descandarla, y ponerla en situación, pongo rumbo a Calomarde. A ver si esta vez sí es la definitiva y llegamos de camino.

miércoles, 8 de febrero de 2017

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: El Algarbe-El Algarbe (I)

Hoy me saco peso. La comida, la herramienta, la cámara, un par de libros y el cuaderno se vienen de paseo, el resto se queda en El Algarbe. Voy cara Royuela. Tengo una vaga noción de lo que podría hacer hoy, pero nada que tenga que ver con una decisión firme. Una única imposición, regresar a dormir a El Algarbe. 

Me abrevo un café solo y tosco en el primer bar con que me doy de bruces al hacer mi fulgurante entrada en Royuela. Para no desentonar, con los días últimos, he salido sin desayunar. La persiana estaba a medio subir, pero el tipo se porta y me hace el favor de prepararme ese café. Me lo extiende y yo lo recojo para depositar su amarga negritud sobre una de las dos mesas que el establecimiento tiene dispuestas en la frontera del edificio, al aire de la calle. Si bien, a estas horas el aire, lo que se entiende por correr, corre poco. Aguarda la ambulancia, mi benefactor. Su madre ha de ir a rehabilitación. Me lo cuenta por fascículos el par, o tres, de ocasiones que sale a la puerta para comprobar que el vehículo sanitario no ha hecho ni siquiera mención de aparecer. Adecenta el local, como buenamente puede, con la urgencia del desplazamiento materno sobre sus hombros. A saber qué día llevará hoy. 

Royuela 
En Royuela vivían, en 2016, algo más de doscientas almas. En 1950, el lugar llega a contabilizar unas seiscientas. Me invade una honda y muy molesta sensación de desamparo. En el mismo archivo del Instituto Aragonés de Estadística en que puedo leer la desalentadora estadística, unas líneas más abajo, encuentro los datos referentes al pueblo de mi abuelo, Rubielos de la Cérida. Sin duda, aquí en Royuela han corrido mejor suerte. Allá, de cuatrocientas veintiocho almas en 1950, no llegan a las sesenta en la actualidad. Vaya consuelos hemos de encontrar. 

Abono la consumición y aprovecho para preguntar por el horno. Me indica su emplazamiento con meridiana claridad y me desea suerte en mi periplo estival. No puedo impedir que por mi cabeza pase la idea de que él sí va a ser quien la necesite. Qué despropósito este Teruel abandonado a su suerte. Luego pienso en todas las personas a las que he ido conociendo, que tienen su residencia en el terruño, o que han marchado, pero que ponen su esfuerzo y su ilusión, un día sí y otro también, en ese sombrero de copa del que los magos extraen cosas maravillosas para dejar al público atónito y sin palabras. Ellos habrán de ser quienes levanten, por sí mismos, con la ayuda única de su ingenio, por lo visto, esta tierra denostada. Y yo estaré cerca, espero, frotando mis ojos para poder descubrir la naturaleza de los ardides ante los que habremos, no me cabe duda, de descubrirnos cuando Teruel florezca de nuevo.

Guía de la naturaleza de la sierra de Albarracín
En la panadería compró pan y unos hojaldres con chocolate. El portabultos se ha decidido a darme el viaje. Ahora los tornillos que lo sujetan al cuadro se aflojan. Lo peor es el tostón de haber de sacar la caja con la herramienta del fondo de la alforja. Reparar el desaguisado. Devolver todo a su sitio y mirar y remirar si he olvidado una tuerquecita, un tornillete por el piso, comprobar que he devuelto todo a su sitio, que no me voy dejando los zarrios por el camino. La guinda del pastel la pone uno de los tornillos. Ha perdido el dibujo de la llave. Pues se va a quedar suelto, la allen no agarra. Lo peor, que me va a tocar ir comprobando, cada cierto tiempo, que el catatico no se afloja demasiado. Qué cruz.

Mi próximo destino habitado será Calomarde. No sin antes llegarme hasta unos chopos cabeceros emplazados a la orilla del Guadalviar. De ellos me habló Begoña entre que buscábamos orquídeas, un par de días atrás. Toda la estampa precede a la ciudad de Albarracín, a la que no habré de llegar hoy. Me he reservado la última tarde mía acá para pasear por sus calles.

Chopos cabeceros a orillas del Guadalaviar
Chabier de Jaime es profesor de biología y geología en el instituto de Calamocha, su localidad natal (lo que, teniendo en cuenta cómo está el patio demográfico, es de admirar). Ha escrito varios libros, unos en solitario, otros no, que narran del patrimonio ambiental y humano de las tierras del Teruel occidental. Firmó con Rodrigo Pérez, una guía de naturaleza de la sierra de Albarracín que ha sido una excepcional compañera de penurias estos días por razones más que obvias. Es además el principal responsable de que el blog de naturaleza del Centro de Estudios del Jiloca, con el que colaboro de cuando en cuando, se actualice con nuevos artículos cada dos, a lo sumo tres días. Si bien lo saco a colación aquí en su condición (si es que no puede estarse quieto el zagal) de alma mater de la recuperación de la cultura de los árboles trasmochos en el sur del país. De no habernos conocido, este viaje no hubiese sido posible. No estoy pensando en el viaje físico. En ese otro, el que dota a todo de sentido, el del espíritu. En ese viaje, Chabier ha tenido mucho que ver. 

Chabier de Jaime en la última Fiesta del Chopo Cabecero en Badules
Leí sus libros mi primer año, de vecino accidental, en Luco de Jiloca. La casa que mis abuelos compraron, al volver de su exilio económico en Calahorra, había estado cerrada y sin uso varios años. Yo convine a romper ese silencio y a devolverle algo de ruido fines de semana y fiestas de guardar, lo que laboralmente estaba en mi mano. En ese primer año largo, sin amistades por la contornada, mi ocio se reducía a patear los cabezos circundantes y a darle la tabarra a mi tío Vicente, nacido del lugar y vecino de continuo. Me acerqué a los escritos de Chabier para saber qué podía encontrarme en mis caminatas y qué otras rutas, aun desconocidas, podía acometer. Luego vino el Curso de Ornitología práctica que Adrii Jiloca-Gallocanta organiza cada año por primavera, del que Chabier es profesor, y nos conocimos personalmente. Y unos meses más tarde, la primera fiesta del Chopo Cabecero a la que asistí, a celebrarse, a medias, entre Cuencabuena y Lechago, en la que se mostró como un anfitrión excepcional, atento e inclusivo para con un individuo con quien apenas había tenido trato y que aparentaba ser, cuanto menos, personándose en el sarao solo y a pie, de poco fiar. 

Chopos cabeceros en Aguilar del Alfambra
Al crepúsculo de los grandes árboles, imbuido del tintineo monótono del agua en su transcurrir, pienso en Chabier y en lo que vino después de él, en cómo ha cambiado mi vida frecuentar el país de mis abuelos y lo castigado que está. Una afirmación con pinzas, el entorno natural luce una salud envidiable, pero este paisaje no es comprensible sin su paisanaje. Y la historia de los grandes árboles es prueba irrefutable de lo que escribo. Pienso en Chabier, pero no sólo en Chabier. Pienso en Pilar o en Antonio, en Olmo o en Ivo, en los valles del Jiloca, del Alfambra o del Guadalope y en sus descendientes, en todo lo que supone que hayamos llegado hasta aquí, en todo lo que se ha perdido, y una caterva de sentimientos, gratitud y rabia, admiración y tristeza, regocijo y nostalgia, orgullo y esperanza vuelven a pasar por mi corazón. 

Chopo cabecero y río Guadalaviar
Las explosiones demográficas en Teruel supusieron la completa deforestación de una amplia vastedad del territorio para la obtención de madera y pastos. Donde había agua, en las breves vegas y en las ramblas caudalosas, se plantaron estaquillas de chopos negros, árboles de crecimiento rápido que pudieran proveer de la fusta que arrasar con carrascas, rebollos y sabinas había hecho imposible obtener. Ya desde el neolítico se conocía la virtud de los árboles de ribera principalmente, álamos y sargas, de crecer chitos al perder una rama o parte de la corteza. Así, cuando la estaquilla había alcanzado unos dos metros de altura y los brotes iban a quedar fuera del alcance del diente del ganado, al chopo se le descabezaba y éste brotaba nuevas ramillas ascape. Al año siguiente, los chitos idóneos eran respetados y el resto, los que no valían, eran cortados y sus hojas servían de alimento para el bestiamen. Los supervivientes crecerían en longitud a lo largo de los quince, puede que veinticinco años siguientes, rectos e infinitos lo mismo que si buscaran, de algún modo imperceptible, escapar a la sentencia implacable del hacha del escamondador. A su momento, el ejemplar volvería a ser descabezado por completo. Las ramas mejores servirían para las techumbres de parideras y viviendas. Las que se hubieran torcido demasiado, para madera. En su preocupación por sanar las heridas del hacha, el árbol invadía de savia la parte en la que se provocaba el descabezado, la toza, y de ahí que ésta engrosara sobremanera y el apelativo de chopos cabeceros, pues en verdad parecen ordenar una cabeza inmediatamente contigua a las grandes ramas, a las vigas.

Escamonda de un chopo cabecero en Cuencabuena
Las vigas de hormigón dieron al traste con toda la economía que giraba en torno de estos árboles. Igualmente, con otros muchos usos y servicios que éstos proveían: bajo su sombra se apacentaba el ganado en las horas cálidas del estío, de sus hojas se obtenía alimento para las primeras semanas del otoño y sus raíces servían para reducir la erosión de ríos y ramblas sobre las tierras de labor. Muchos de esos servicios todavía son provistos, en sus abundantes oquedades amadrigan ginetas y garduñas y de su pródiga madera muerta se alimentan insectos xilófagos de imponente factura. La población turolense de ciervo volante compite con las poblaciones sicilianas de este enorme coleóptero por ser los ciervos volantes europeos más al sur de todo el continente. Y ellos están porque los trasmochos están, en caso contrario, no estarían. Tal vez, yo tampoco.

Dehesa de chopos cabeceros en Aliaga
La modernidad no combinó lo mejor de las sociedades tradicionales con lo nuevo, arrasó con todo. Los chopos cabeceros no fueron arrancados, pero no había ya razón económica alguna para practicarse la escamonda cuando tocase. El grave problema que estos cambios de uso acarrea es que, si bien el manejo de estos árboles es positivo pues incrementa su longevidad, de no llevarse a cabo el árbol pierde vigor y por el peso que soporta, las enormes vigas acaban desgajándolo. Y a estas alturas, sin los chopos cabeceros, están en peligro los magníficos paisajes del sur de Teruel, de las cuencas del Jiloca, del Guadalope o del Alfambra y toda la fauna que depende de éstas dehesas. Pero como con casi todo lo que sucede en Teruel, mientras sus gentes no reblan, no se ha dicho la última palabra. Y los chopos cabeceros, en estos momentos, pueden mirar con la toza bien alta al futuro. Cuentan con buenísimos aliados entre los descendientes de quienes los plantaron, cuidaron y escamondaron durante siglos.

Imbuido de una plenitud extraña, marcho cara Calomarde. Si bien, me da que no será ésta la única parada etnológica del día. Las salinas de Royuela, eso sí con sutileza, me convocan. Empieza a golpear el sol con toda su crudeza. No mentía el parte meteorológico con lo de la ola de calor. Y las salinas, me temo no las ponían a la sombra.