miércoles, 12 de noviembre de 2014

El viejo corral y la esfinge colibrí

Siempre que viene a mi encuentro una esfinge colibrí, con indepencia del lugar o el modo en que se aproxima, regresan a mi memoria los mismos recuerdos: los veranos de mi niñez en la casa que mis abuelos habían comprado en Luco, una vez dieron por concluido su exilio laboral en Calahorra. Fue entonces cuando descubrí esta particularísima especie de mariposa en el corral, en el receptáculo escueto que en tiempos habría sido domicilio para gallinas y conejos y antesala de la cuadra y del forraje para los machos y que, con los veloces cambios sufridos en las sociedades campesinas aragonesas durante la segunda mitad del siglo pasado, quedó casi sin utilidad, relegado a lugar de esparcimiento ocasional o a espacio en que tender la ropa una vez lavada. Con todo y con eso, en los tiempos en que mis abuelos pasaban los veranos en Luco de Jiloca, el viejo corral lucía una vigorosa hiedra que cubría todo el muro que lo separaba de la calle contigua, así como dondiegos y tajetes, y otras herbáceas en flor, que mitigaban algo su esplendor perdido. Es por esto que siempre que viene un ejemplar a mi encuentro, sin importar el lugar, recuerdo aquel otro compañero leal que amanecía libando las flores del viejo corral cada verano y que fue una ayuda inestimable en mi desarrollo temprano para entender una parte del mundo que me rodeaba. Aquel minúsculo insecto que revoloteaba alrededor de las flores accionando infatigable unas alas locas, cuyo no visible ir y venir emitía un zumbido más que audible, me hizo comprender que no debía guiarme jamás por las apariencias.


Al principio, mísero ignorante, lo confundí con un abejorro y mis miedos infantiles me empujaron a abandonar el corral y meterme en la casa, comportamiento que mantuve durante semanas con cada nueva visita del insecto. Pero el lepidóptero no cejó, se acercó casi cada día a libar las bien atendidas flores, dándome el tiempo necesario para que yo fuera sustituyendo aquellos temores infundados por la sana curiosidad del niño ávido de conocimientos. Terminé por ignorar lo que consideré siempre una certera y dolorosa picadura y me acerqué más y más a sus alas invisibles, pudiendo describir finalmente su magnífica espiritrompa; paré cuenta de que aquel alado, de abejorro nada de nada. Aquello fue una revelación en toda regla, ni aquel corral callado suponía que aquel pueblo hubiera estado siempre tan vacío de vida, ni un traje y una corbata hacen a alguien mejor persona, ni unos pantalones raídos lo hacen, por supuesto, peor.


La última vez que una esfinge colibrí me ofreció para mi deleite su vuelo inquieto y la maravillosa locura invisible de su aletear nervioso, estaba dándome un paseo por la orilla del pantano en Lechago. Era, naturalmente, verano, pues estas mariposas no soportan el frío del invierno y es de esperar que migren de un territorio tan gélido en el invierno como es el Jiloca. Durante un rato andamos ambos jugando a las persecuciones, ella libando el néctar siempre que se le presentaba la ocasión y yo encorriéndola para tomar una foto que llevarme conmigo de vuelta. Algo a lo que poder mirar cuando viniera a mi memoria aquel silencioso corral tan venido a menos y los intensos veranos de mi niñez.

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