miércoles, 12 de noviembre de 2014

El viejo corral y la esfinge colibrí

Siempre que viene a mi encuentro una esfinge colibrí, con indepencia del lugar o el modo en que se aproxima, regresan a mi memoria los mismos recuerdos: los veranos de mi niñez en la casa que mis abuelos habían comprado en Luco, una vez dieron por concluido su exilio laboral en Calahorra. Fue entonces cuando descubrí esta particularísima especie de mariposa en el corral, en el receptáculo escueto que en tiempos habría sido domicilio para gallinas y conejos y antesala de la cuadra y del forraje para los machos y que, con los veloces cambios sufridos en las sociedades campesinas aragonesas durante la segunda mitad del siglo pasado, quedó casi sin utilidad, relegado a lugar de esparcimiento ocasional o a espacio en que tender la ropa una vez lavada. Con todo y con eso, en los tiempos en que mis abuelos pasaban los veranos en Luco de Jiloca, el viejo corral lucía una vigorosa hiedra que cubría todo el muro que lo separaba de la calle contigua, así como dondiegos y tajetes, y otras herbáceas en flor, que mitigaban algo su esplendor perdido. Es por esto que siempre que viene un ejemplar a mi encuentro, sin importar el lugar, recuerdo aquel otro compañero leal que amanecía libando las flores del viejo corral cada verano y que fue una ayuda inestimable en mi desarrollo temprano para entender una parte del mundo que me rodeaba. Aquel minúsculo insecto que revoloteaba alrededor de las flores accionando infatigable unas alas locas, cuyo no visible ir y venir emitía un zumbido más que audible, me hizo comprender que no debía guiarme jamás por las apariencias.


Al principio, mísero ignorante, lo confundí con un abejorro y mis miedos infantiles me empujaron a abandonar el corral y meterme en la casa, comportamiento que mantuve durante semanas con cada nueva visita del insecto. Pero el lepidóptero no cejó, se acercó casi cada día a libar las bien atendidas flores, dándome el tiempo necesario para que yo fuera sustituyendo aquellos temores infundados por la sana curiosidad del niño ávido de conocimientos. Terminé por ignorar lo que consideré siempre una certera y dolorosa picadura y me acerqué más y más a sus alas invisibles, pudiendo describir finalmente su magnífica espiritrompa; paré cuenta de que aquel alado, de abejorro nada de nada. Aquello fue una revelación en toda regla, ni aquel corral callado suponía que aquel pueblo hubiera estado siempre tan vacío de vida, ni un traje y una corbata hacen a alguien mejor persona, ni unos pantalones raídos lo hacen, por supuesto, peor.


La última vez que una esfinge colibrí me ofreció para mi deleite su vuelo inquieto y la maravillosa locura invisible de su aletear nervioso, estaba dándome un paseo por la orilla del pantano en Lechago. Era, naturalmente, verano, pues estas mariposas no soportan el frío del invierno y es de esperar que migren de un territorio tan gélido en el invierno como es el Jiloca. Durante un rato andamos ambos jugando a las persecuciones, ella libando el néctar siempre que se le presentaba la ocasión y yo encorriéndola para tomar una foto que llevarme conmigo de vuelta. Algo a lo que poder mirar cuando viniera a mi memoria aquel silencioso corral tan venido a menos y los intensos veranos de mi niñez.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Son esas pequeñas cosas

No se puede amar el planeta en que vivimos si no se aprende a admirar la insólita grandeza de sus pequeñas expresiones. Eso no es fácil, el bombardeo mediático te maleduca siempre en la misma dirección: parece lícito admirar el aullido del lobo en la noche pero no el susurro testarudo de la chicharra al mediodía, el zarpazo mortal del oso en el hayedo milenario mas no el zumbido de la abejas melífera en la aridez esteparia o la berrea del ciervo en el mosaico de colores del otoño antes que el chillido nupcial del sapo partero en la nocturnidad desprovista de nubes del verano. 

Admirar lo pequeño, lo que se nos puede pasar desapercibido con facilidad, sin embargo, nos engrandece, se aumentan, así, la dimensión de nuestra sensibilidad y nuestras capacidades para entender las estrechas relaciones que se establecen entre la infinitud de componentes del medio natural.

Polyomattus icarus, reverso
La mariposa ícaro, Polyommatus icarus, de un tamaño algo mayor que el de una polilla, es una más que digna representante de la familia Lycaenidae y una de esas pequeñas expresiones de la naturaleza que no es difícil que se nos pase desapercibida. La familia Lycaenidae es una de mariposas relativamente pequeñas que se caracterizan por mostrar en el reverso de sus alas multitud de ocelos negros sobre fondo pardo, azul, gris u, ocasionalmente, verde. Igualmente, por estar representada por machos de vistoso colorido en el anverso, la ícaro es buena prueba de ello, y por un notable dimorfismo sexual, esto es que la hembra y el macho son diferentes; las hembras, de hecho, no muestran colores tan vistosos en sus anversos. 

La Polyommatus icarus es una nimiedad, pero si ha llegado hasta nosotros, tras millones de años de evolución, es por algo. Bien lo saben las especies de hormigas de los géneros Lasius y Formica que, a finales del verano, se llevan las orugas de la ícaro a la profundidad templada de sus hormigueros. En ellos pasaran cómodamente el otoño, el invierno y la primavera y serán protegidas por las hormigas obreras del ataque de otros insectos, a cambio de un líquido azucarado que la hormiga exuda por unas glándulas situadas al final de su abdomen. 

Macho de mariposa ícaro, anverso
¡Ah! Se me iba a olvidar, es habitual encontrar a esta breve mariposa, como  me sucedió en Susín, con las alas dañadas como si hubiera querido, en sus magníficas acrobacias, volar muy, muy cerca del sol.

viernes, 24 de octubre de 2014

La rana y el románico

Hay días en que sales, fuera de ti, en busca de la naturaleza como un poseso y regresas a casa perdido, sumido en la desesperación; lo que esperabas encontrar parece evitarte. Otros, sin embargo, no sé sabe en respuesta a qué conjunción de planetas, te das con ella de bruces, por casualidad, sin planes previos, y lejos de quedársete cara de bobo, agradeces a montes, vientos y torrenteras el magnífico acontecimiento que han accedido a brindarte. 

También, en ocasiones, te parece increíble lo que lees e, incluso, alcanzas a dudar de las pruebas, presuntamente irrefutables, que demuestran que todo aquello que has leído y en lo que no puedes creer a pies juntillas, tuvo lugar tal y como te ha sido relatado.

A veces, todo lo anterior sucede en un mismo instante. 

Boiras, torrentes crecidos, rojos y amarillos: otoño
Hará una semana marché a pasar unos días al valle de Bujaruelo con el propósito de disfrutar de esa bella paleta de colores que es propiedad exclusiva del otoño. Tras una fracasada expedición al ibón de la Bernatuara, gracias a una boira más preta de lo que uno puede soportar, y después de haber conseguido secarme de toda el agua de la que el cielo había sido capaz de desprenderse en apenas unas horas, marché a darme un paseo por los alrededores del otrora hospital de peregrinos de San Nicolás de Bujaruelo, ahora refugio, en el que estaba alojado.

Refugio de San Nicolás de Bujaruelo
Decepcionado y dándole todavía vueltas a mi decisión de regresar antes de cumplir con el objetivo marcado, mi paseo estaba libre de pretensiones: quería aprovechar las horas restantes de luz, que no eran demasiadas, para admirar la belleza del paisaje y, de paso, reconciliarme conmigo mismo. Fue entonces cuando la vi, una torpe y voluminosa rana bermeja que cabalgaba por el pasto en dirección a la orilla del río. Tras seguir sus andanzas durante unos minutos, corrí a por la cámara de fotos confiado en que a mi regreso el batracio seguiría, más o menos, por el mismo lugar. 

Rana bermeja (Rana temporaria)
No me equivoqué, aunque me costó algún tiempo volver a dar con él. Confiado en que habría buscado refugio entre la maleza próxima al cauce, fue mi sorpresa confirmar su presencia en los cantos rodados de la glera del Ara, a pocos centímetros del agua en remanso. Lejos de detenerse, mientras yo le tomaba unas cuantas fotografías, continuó su caminar pesado hasta una piedra y allí se detuvo. Intrigado, me senté en la hierba para averiguar que finalidad tenía todo aquello. No podía evitar pensar en que a minutos de que la luz del día nos abandonara definitivamente, aquel orondo ser de sangre fría, había decidido plantarse en las proximidades de un torrente de gélidas aguas que abría camino a una brisa no menos gélida. A saber en qué estaba pensando: me preocupaba.

Al borde del agua
Puede que dudara de si saltar o no a la corriente, de la belleza del entorno, seguro que, como yo, de que en ese paraje y a esa altura, a unos mil cuatrocientos metros por encima del nivel del mar, con unos inviernos de cuidado, se construyera un hospital de peregrinos, una ermita y un puente y que aquello tuviera el ajetreo que debió tener durante la Edad Media. Si bien, aquellas piedras milenarias de la ermita desgajadas por el tiempo, y el clima severo de esta parte del Mundo, el puente y el refugio que había devuelto a la vida al vetusto hospital de peregrinos de San Nicolás, construido por la Orden de los Hospitalarios en el siglo XII, nos confirmaban infundadas nuestras incredulidades.

Ábside románico de la ermita de San Nicolás de Bujaruelo y puente sobre el Ara
Allí nos quedamos los dos, sentados a la orilla del río Ara, dudando de la realidad de aquellas piedras milenarias y agradeciendo a montes, vientos y torrenteras los magníficos acontecimientos que habían accedido a brindarnos.

La rana y el románico

martes, 7 de octubre de 2014

La araña, la mosca y la despensa

La Araneus diadematus es una araña difícil de confundir por la cruz blanca de su opistosoma, trazos característicos por los que recibe el apelativo de araña de la cruz. Recibe también el nombre de araña de jardín, pero así no hay manera ni forma de que sea determinada. ¡Pues anda que no hay arañas en los jardines! 

Cruz característica de la Araneus diadematus en el opistosoma
El caso es que durante nuestra última quedada en Susín para continuar recuperando el esplendor que nunca debería haber perdido, me encontré con una de estas arañas en el patio de casa Mallau mientras intentaba captar instantáneas de una mariposa blanca de la col libando de los dientes de león, aún en flor debido a un septiembre inusualmente cálido. No habría de quedarle mucho tiempo a esta hembra antes de poner su esférico saco de huevos en un lugar recogido y permanecer con él hasta su muerte a finales del otoño, para que luego se critique a las arañas. 

La presa ha caído en la tela
Pasé olímpicamente de las mariposas y me puse a la labor de tomar buenas instantáneas del arácnido. Lo tenía bastante complicado con el dibujo del opistosoma, que para que nos vamos a engañar es lo más atractivo de obtener, pues un montón de piedras me impedía conseguir el ángulo apropiado. Andaba yo eslomándome para solucionar esta cuestión cuando dio con su exoesqueleto en la tela una mosca sobre la que sólo puedo decir que no era una mosca común. La araña en principio no hizo ademán de haberse percatado de que su almuerzo acababa de caer preso en la red. No sé si tendría que ver con mi presencia y algún tipo de táctica evasiva, consistente en no delatar su situación, para lo que se mantenía quieta en el centro geométrico de la tela.

Enfocada, la araña de la cruz.  En primer plano, desenfocado, el díptero
Tras un primer intento de escapar de la seda captora, exhausta, la mosca dejó de moverse. Habiendo recuperado el resuello, se lanzó a un segundo intento. En esta ocasión la araña no sólo dio claras muestras de saber lo que se cocía en su tela, en nada se desplazó por el hilado y descargó sobre su víctima, con sus quelíceros, el golpe mortal. 

Primer plano del golpe mortal
Una vez inmovilizada, la araña se llevó con ella al díptero de vuelta al centro de la tela. No la envolvió en seda, aunque sí que es posible que segregara sus jugos gástricos en el interior de la mosca para iniciar su exodigestión. Yo seguía dale que te pego con la cámara, intentando recoger todos y cada uno de los movimientos del depredador; es increíble con que agilidad se mueven estas arañas por las telas que tejen. Suelo ser escrupuloso con los códigos éticos que se han de seguir siempre que uno trata de fotografiar y estudiar animales, sean de la condición que sean, pero tarde o temprano mi presencia había de alertar a la quelicerada y como buena araña de la cruz, corrió a ocultarse, sin abandonar su presa, en una hoja al canto de su tela.

La araña no envolvió en tela a su presa
Las Araneus diadematus hacen uso de una hoja cercana a su tela para descansar. No era la primera vez que observaba este comportamiento, salir por patas en dirección a donde ésta se encuentre, sin embargo, sí que fue la primera en la que paré cuenta de que en ese recoveco quedaban, lo que parecían, restos de anteriores presas. ¿Una despensa? ¡Una despensa! 

La despensa
No investigué más, yo tenía lo que quería y esta campeona se había ganado que la dejaran en paz. Marché a devolver piedras a su sitio con la seguridad de que si en vez de una mosca, en la red hubiera caído un tierno conejito, la mayoría de las personas que leerán este post habrían echado peste de mi amiga. Qué daño ha hecho Bambi, la película de Disney, a nuestras apreciaciones sobre el planeta en que vivimos: los depredadores ya no tienen ni derecho a existir.      

lunes, 29 de septiembre de 2014

¿Es una araña? ¿es un cangrejo? No, es una…

Si en algún momento de vuestra vida os topáis -esto es más divertido imaginárselo muy tierra adentro-, con un animal que anda como un cangrejo pero que sabéis es una araña, no os quepa duda, es una araña cangrejo. Su particularísima forma de desplazarse se debe a que su primer y segundo par de patas son más largos y sólidos que los otros dos, tal y como hacen estos crustáceos decápodos en las playas, de lado; no acabo de entender qué se le pudo pasar por la cabeza al que inventó aquello de ir para atrás como los cangrejos.  O no había visto uno de estos animales en su vida o el día que alcanzó a verlos, andaba mermado en sus capacidades cognitivas.

No busquéis su tela, no la encontraréis, a las arañas de la familia Thomisidae no les va mucho lo de hacer calceta, ellas son más de darles un susto de muerte, nunca mejor dicho, a sus presas. Tienen una increíble capacidad para mimetizarse entre las piezas florales y aguardar a que en ellas se pose cualquier insecto polinizador, lo que incluye sírfidos (moscas con apariencia de avispas), abejas, avispas, mariposas o escarabajos, para caer sobre el incauto sin darle tiempo a reaccionar, agarrarlo con sus dos pares de patas anteriores, clavarle sus quelíceros en el cuello e inocularle su potente veneno.

Thomisus onustus haciendo de las suyas
Se ha llegado a dar el caso de fotógrafos de naturaleza que persiguiendo captar con su cámara la magia de una mariposa libando de una flor más que corriente, terminan llevándose a casa la imagen de una araña cangrejo en su mordisco fatal sobre el lepidóptero, algo que ni remotamente se esperaban.  

Se me han agudizado mucho los sentidos en los últimos años en que he podido dedicar más tiempo a darme largos paseos por el monte en compañía de mi cámara de fotos, mis prismáticos y mi libreta. Aún se me pasan, de vez en cuando, algunas cosas, pero no se me pasó, a principios de verano, una araña cangrejo que hacía de las suyas en un discreto barranco cercano a la localidad altoaragonesa de Lárrede. Un opistosoma con forma triangular me confirmó que estaba en presencia de una Thomisus onustus, especie cuyas hembras son bastante más amables con sus machos que las de otras arañas: tras el rato de disfrute les dejan marchar con todas sus extremidades intactas. Eso es amor.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Una gambadeta por Susín

Susin, ya lo sabréis quienes seguís este blog, es una idílica población que ha presidido, desde su altura, la Tierra de Biescas desde los mismos orígenes del Reino de Aragón. El pasado sábado tuve, otra vez, el privilegio de pasear por sus campos y ser testigo de algunas de las más bellas manifestaciones que la naturaleza puede ofrecer. Saltamontes esmeralda, arañas gigantes o inquietas mariposas salieron al encuentro de mi vagar errante y desenfadado, aunque serán los arácnidos, tan sólo, los protagonistas de mi historia. 

Araneus diadematus descansando oculta bajo un grupo foliar
La Araneus diadematus es una araña de tamaño considerable, sobre todo la hembra, fácilmente reconocible por la cruz blanca de su abdomen, atributo por el que recibe el nombre de araña de la cruz. Suele permanecer oculta bajo una hoja en las proximidades de su red, haciéndose singularmente invisible si no se presta la atención debida. En mi paseo crucé miradas con dos ejemplares de la especie. El primero se desplazaba por su tela –había una mosca de amarillentas tonalidades fatalmente prisionera- con la sutileza propia de un equilibrista en el alambre y la rapidez del relámpago en la tormenta. Lo que no sería del todo excepcional sin tomar en consideración que este bello arácnido es, en proporción al diámetro del cable que recorre, muchísimo más grande que una persona y tiene la friolera de… ¡ocho patas! El segundo, por su parte, custodiaba una presa envuelta en seda. Las arañas emplean esta técnica para preservar sus capturas cuando no tienen hambre. Es fascinante su modo de alimentarse pues segregan unos líquidos digestivos que, a modo de batidora, licuan los tejidos de la presa para ser succionados, una vez reducidos a caldo, hacia el estómago. Llegado a este punto he de admitir que me apena pensar que esta magnífica hembra, sobre la que ahora escribo, fallecerá en tan sólo unas semanas tras ocultar un capullo de seda esférico, con sus huevos, en las oquedades de algún árbol viejo y cansado. Sin embargo, el promisorio ciclo de la vida no se detiene y la descendencia romperá el receptáculo textil, una vez se hayan superado los hielos del invierno, para dispersarse en el entorno y que puedan repetirse estampas tan bellas como la que pude fotografiar.

Phalangium opilio a la carrera
Lejos de estar representados solamente por las arañas, los arácnidos encuentran en los opiliones, o segadores, especies de bella factura como el Phalangium opilio. Sus larguísimas y, en apariencia, frágiles patas y su cuerpo corto les confieren un aspecto, ciertamente, extraterrestre. Si bien, nada en la naturaleza es gratuito, con sus sentidos de la vista, oído y olfato muy disminuidos, estos arácnidos se guían por el tacto, de ahí la longitud de sus extremidades que actúan como sensores. Éstas, por cierto, pueden ser, en caso de peligro, amputadas voluntariamente para distraer al depredador, no regenerándose más tarde, por lo que no es difícil encontrar individuos adultos sin sus ocho patas reglamentarias. Se diferencian de las arañas en el número de ojos, dos frente a ocho, y en que éstos se sitúan en una especie de atalaya en la parte dorsal del cuerpo, el cual no se segmenta en dos partes diferenciadas. Además, en que no disponen de glándulas venenosas, aunque sí de quelíceros, apéndices bucales que emplean para sujetar el alimento. Me han transmitido siempre cierta ternura los segadores por su aspecto vaporoso y por ser unos auténticos incomprendidos. El gran público -tan alejados como estamos de la naturaleza-, tiende a confundirlos, sin remedio, con sus parientes más próximos, las arañas, y yo, sin poderlo remediar, me he posicionado siempre, inquebrantable, del lado de los incomprendidos.

martes, 16 de septiembre de 2014

A prado revuelto, ganancia de depredadores

Las praderas que aún conserva Susín, y que escaparon milagrosamente a la enfermiza ansia reforestadora del Patrimonio Forestal durante la dictadura, eran todavía un hervidero de biodiversidad a principios de septiembre. Entre las asteráceas y umbelíferas todavía en flor, agitaban sus alas, despreocupadas, distintas especies de dípteros –moscas para los amigos- e himenópteros –abejas, abejorros y avispas, también para los amigos-. Al paso de mis pies brincaban de mata en mata, como posesos, infinitud de ortópteros –saltamontes- de diferentes formas y muy variados tamaños y colores. Ajenos, en apariencia, a la escena pequeños lepidópteros –mariposas y polillas- de caprichosos atributos cruzaban delante de mis ojos captando mi atención; desestimaban unas flores y acometían el néctar o el refugio de otras.

Una asterácea, el tanacetum, rebosando en los prados de Susín
Entre tanto revuelo entomológico no podía faltar quien obtuviera del mismo su ganancia: el depredador de turno escondido entre la maleza esperando a ejecutar sobre tan abundantes presas su golpe certero. Y éste no podía ser otro que un mántido, sobre todo, si uno considera la cantidad de ootecas repartidas por Susín. Los mántidos adultos no son siempre visibles, sobre todo en los meses fríos, que superan en la fase de huevo, pero no es difícil encontrar estos objetos córneos e informes, que delatan su presencia, adosados a las piedras o a la vegetación, y en los que se adivinan cientos de compartimentos en los que la hembra aloja los huevos durante la puesta. En su origen son una masa espumosa que se endurecerá más tarde hasta conseguir su aspecto definitivo. No podía ser otro el depredador que un mántido y uno de bella factura e imponente estampa fue lo que encontré agazapado entre el herbazal: una Mantis religiosa.

Restos de una ooteca en una de las piedras que sostienen los muros de Susín
Al tomar las primeras fotografías, mientras desplazaba como buenamente podía toda la vegetación que se interponía entre mi objetivo y la mantis, lo primero que me resultó digno de admiración fue la capacidad para dirigir su mirada hacia cada uno de mis movimientos, sin perder detalle, con giros imposibles de su cabeza. Sin duda ese comportamiento respondía a su naturaleza depredadora, pues careciendo de él su éxito cazador se vería muy disminuido, poniendo en peligro la supervivencia de la especie. 

El depredador ha escuchado algo moverse a su espalda
Con ese modo tan tierno de observarme, me invadió cierta preocupación por si, con tanto coqueteo, se terminaba sintiendo atraída por mí; por su tamaño y su abdomen no era descabellado considerar que estuviera lidiando con una hembra. La idea me incomodaba, no podía obviar el fatal destino que espera a los machos de Mantis religiosa durante la cópula, cuando son devorados por su compañera. Ésta, además, inicia su ritual caníbal por la cabeza, cuidándose mucho de afectar, sin embargo, las zonas del sistema nervioso encargadas de continuar impulsando, incluso decapitado, su esperma al interior de la hembra. Es cierto que de esta forma la feliz mamá consigue un rápido aporte proteínico para sacar adelante su “pollada”, pero la verdad es que a mí, la idea de terminar de ese modo no me motivaba lo más mínimo.

Sus grandes ojos verdes compuestos no pierden detalle
Estaba claro que lo nuestro no podía ser, más que nada porque a mi considerable testuz la tengo en gran estima, y traté de que lo entendiera distanciándome lo necesario de sus grandes y hermosos ojos verdes compuestos, castigándola con el látigo de mi indiferencia. No intentó detenerme, se mantuvo en su posición natural, la que le ha dado el sobrenombre de "religiosa", al acecho de su próxima presa con sus patas anteriores plegadas cerca del rostro. No tardaría en caer con ese revuelo de principios de septiembre en Susín, ganancia de depredadores.

Al acecho

martes, 9 de septiembre de 2014

Hablan las piedras

Los vetustos muretes de piedra seca de Susin se pierden en la memoria de los fornidos robles que los custodian, habrán sostenido las calles del lugar, los prados bulliciosos y las tierras de labor y delimitado los herrados senderos que entran y salen del lugar durante siglos. Ya cansados, azotados por el éxodo rural, comienzan a ceder, algunos han echado tripa, otros se han desplomado sobre el pasto. En los últimos meses nuestra altruista dedicación a repararlos ha hecho que luzcan un magnífico aspecto y, además, en mi caso, me ha permitido gozar de nuevos y emocionantes descubrimientos que me han hecho reflexionar sobre algún inamovible pilar de nuestro conocimiento hasta tirarlo abajo. No es cierto que las piedras no hablan, una insensatez el famoso chascarrillo “es como hablarle a la pared”. Si sabes escuchar, ellas hablan.

Labores de reparación de muros de piedra seca en Susín
El de los tisanuros es uno de los órdenes más primitivo de los insectos, sus representes son ápteros, esto es, carecen de alas, y se caracterizan por tener forma de lanzadera con tres “colas”, dos cercos laterales y uno central y tener un aspecto brillante al poseer un cuerpo recubierto de escamas que van renovando en sucesivas mudas. En la cabeza tiene un par de antenas, si presentan ojos son compuestos y su aparato bucal es de tipo masticador. A pesar de no tener alas son especialmente ágiles, con los tres pares de patas reglamentarios de los insectos ubicados en el tórax. Son animales que precisan de la humedad para desarrollar su ciclo vital por lo que habitan entre las hojas muertas, debajo de las piedras o en cuevas. Harán de cualquier lugar húmedo en que puedan encontrar alimento su hogar, se pirran por los hidratos de carbono de origen vegetal, si bien son omnívoros como los seres humanos. Debe ser por lo familiares que les resultamos, al compartir tan singular preferencia alimentaria, que algunas especies son más que habituales en baños y cocinas, son los conocidos “pececillos de plata”, de la familia Lepismatidae, que dan buena cuenta del papel o la harina de nuestros domicilios. No son los únicos representantes de los tisanuros, sin embargo, de hecho, lo que nos encontramos en Susin, entre las piedras, recibe el nombre de “pececillo de cobre”, de la familia Machilidae. Y si con los lepismátidos puede quedar una pequeña duda razonable de su origen perdido en el tiempo, con los maquílidos las dudas se desvanecen, sus formas evidencian su nacimiento a una edad muy distante de la nuestra, propia del alborear de los tiempos.

Tisanuro de la familia Machilidae
Al desmontar los cansados muros de Susín para su recuperación y dejar al aire sus entrañas, los seres vivos que habitan en su interior nos cuentan qué se cuece entre los zaborros apilados con gran y minuciosa precisión. Es así como las piedras hablan, como relatan su historia y como nos comentan que entre sus planicies angulosas abunda la materia orgánica y se dibujan unas condiciones de humedad y temperatura que han estado presentes en nuestro planeta, al menos en algún lugar del mismo, desde el Devónico, hace entre cuatrocientos y trescientos cincuenta millones de años. Fue entonces cuando aparecieron los primeros insectos sin alas y, entre ellos, los tisanuros de la familia Machilidae. En caso contrario nunca hubieran podido llegar hasta nosotros, arrebatándosenos la posibilidad de admirar la maravillosa rareza de sus formas y obligándonos a seguir confiando en eso que se dice por ahí de que las piedras no hablan.

jueves, 4 de septiembre de 2014

Un estrepitoso fracaso

Por alguna peregrina razón que no alcanzo al comprender, el ser humano lleva unos cuantos siglos pretendiendo distanciarse lo más posible de la naturaleza. Si no fuera por lo dramático de la cuestión, hasta me haría gracia pensar en tan manidos mantras como el que afirma rotundo que es nuestra responsabilidad cuidar del medio ambiente, como si el zagal no lo hubiera hecho bastante bien hasta que esta obsesión de tener siempre más, sin atender a las consecuencias, haya terminado por ponerlo todo patas arriba. Lo cierto es que casi se ha conseguido, la gente va por este mundo pensando en el medio natural como algo muy alejado de su día a día, sin caer en la cuenta de que sus necesidades vitales básicas, las imprescindibles como el oxígeno del aire, el alimento o el agua, son satisfechas gracias a los servicios ambientales que aún hoy, y con la que le está cayendo, el entorno nos proporciona. Entrar a valorar aquí otros servicios como el disfrute del paisaje me parece, en este momento, inútil; me viene a la cabeza el modelo de ocio que idolatran muchos de mis conciudadanos y que pasa por no conocer más campo que el de fútbol ni más retiro interior que una desagradable mañana de resaca.  

Un habitual cartel publicitario con sorpresa
Por mi parte, me ha resultado siempre complicado entenderme como una criatura desvinculada por completo del resto de seres vivos que la rodean, lo que tiene poco que ver con los gratificantes paseos que me doy por el monte y mucho con experiencias más cercanas que me demuestran que ese empeño del ser humano por alejarse de la naturaleza tiene visos de terminar en un estrepitoso fracaso, si no termina llevándoselo todo por delante, que a tenor de cómo está la metereología me temo que es lo que será. Si no es así, y yo todavía albergo la esperanza de que entremos algún día en razón, habremos de congratularnos por ese sonado fracaso, al que habrá contribuido, precisamente, esa naturaleza a la que despreciamos un día sí y otro también y que nunca nos ha dejado por imposibles, haciendo lo que debe para probarnos que sigue allí, a la vuelta de la esquina. 

Dos salamanquesas esperando su cena
No me refiero, con esto, al hecho de que todo el mundo ande echando pestes de los mosquitos en los meses estivales, lo que es comprensible hasta cierto punto, sino a los regalos con los que la naturaleza nos obsequia precisamente en el ámbito urbano, donde el tráfico y las prisas nos distancian de esa parte de nosotros a la que deberiamos negarnos a renunciar. Regalos como las dos salamanquesas que rondaban su territorio a la caza de algún invertebrado con que saciar su apetito hace tan sólo un par de noches y cuyos perfiles se proyectaban perfectos sobre el cartel publicitario de una película estrenada recientemente. Dos reptiles nocturnos con sus cuerpos adaptados a la verticalidad de nuestros edificios que no son raros de ver en las calurosas noches del estío zaragozano pero que, por algún motivo que no acierto a descifrar, me parecieron mucho más bellos esta última vez. Dos siluetas que me recordaron mi pertenencia al medio natural, incluso en un entorno tan hostil como los edificios de hormigón y ladrillo de mi ciudad.



lunes, 1 de septiembre de 2014

Necesitamos el tren

Un ferrocarril convencional bien gestionado constituye el medio de transporte terrestre más eficiente y respetuoso con el entorno de todos los que el hombre ha sido capaz de desarrollar a lo largo de su historia. Sí lo es, aunque sea difícil de creer, e incluido el segway, esa aberrante plataforma con ruedas que se mueve gracias a la electricidad que le proporciona una batería y que podría motivar que los índices de obesidad, en una sociedad ya demasiado sedentaria, terminaran por dispararse y todos nosotros por tomar la apariencia de un tonel. Chascarrillos aparte, el tren permite transportar personas y mercancías consumiendo mucha menos energía que la carretera. Si la vía está electrificada, además, una parte de esa energía será obtenida a partir de fuentes renovables y autóctonas, no la habremos de importar como pasa con el diesel o la gasolina, y los trenes, cuando frenen, podrán devolver una parte de la electricidad que han consumido a la catenaria, haciendo que la eficiencia energética sea todavía mayor. Unido a lo anterior, para una misma capacidad logística, ocupa mucho menos espacio, destruyendo una cantidad menor de suelo fértil.

Es cierto que el ferrocarril no tiene la flexibilidad de la carretera, pero en Austria y Suiza, que sí han apostado desde siempre por este medio de transporte, más de un tercio de las mercancías son transportadas haciendo uso del mismo y la oferta para viajeros es amplísima, pudiéndose recorrer ambos territorios sin necesidad de disponer de un automóvil; bien saben que el ferrocarril no es asunto del pasado. En España, sin embargo, apenas un cuatro por ciento de las mercancías se mueven por ferrocarril y, si se exceptúan el AVE y los trenes turísticos, cuando se consulta la oferta para viajeros, dan más ganas de llorar que de subirse a un tren. Si de muestra bien vale un botón, pensemos en la línea Zaragoza-Teruel-Valencia que da servicio, entre otras, a las poblaciones del Jiloca. Viajar entre la capital del Ebro y la del Turia te toma más de cuatro horas, un recorrido que en coche no supone más de tres y media y que, para más inri, en tren te sale por un ojo de la cara y la córnea del otro. Que viajen las mercancías supone… bien, las mercancías entre Zaragoza y Valencia hacen su recorrido por Tarragona… sí, cristalino, sin comentarios.

La línea ferroviaria Zaragoza-Teruel, al fondo Cuencabuena
Las dos compañías que habían de llevar a puerto la construcción de esta línea, ideada en principio para transportar el mineral desde Sierra Menera, no se pusieron nunca de acuerdo y acabaron invirtiendo, cada una de ellas, en la suya. Hace unos años, dentro de su programa de Vías Verdes (una red de caminos que aprovecha los viejos ferrocarriles ya cerrados y sin uso), la Fundación de los Ferrocarriles Españoles desmanteló uno de estos trazados para permitir que circularan por él senderistas, jinetes y ciclistas, convirtiéndose, con el tiempo, en la Vía Verde más larga de Europa, la Ojos Negros-Sagunto. En otros lugares del viejo continente, así como en algunos del Canadá, estas infraestructuras constituyen un importantísimo motor económico para los territorios que atraviesan. La razón es sencilla, embarcados en una travesía que puede durar tres, cuatro, cinco días y que realizan sin automóvil y, en consecuencia, sin maletero, sus usuarios necesitan abastecerse de alimentos sobre el terreno y pernoctar una vez la jornada de viaje ha concluido, lo que llevan a cabo haciendo uso de la oferta hotelera disponible: hostales y viviendas de turismo rural regentadas por familias residentes en la zona. En otras palabras, que se dejan los dineros en el territorio contribuyendo a fijar población. Sí, esto también es difícil de creer tan poco acostumbrados al cicloturismo como lo estamos en Aragón pero es cierto. ¿No me creéis? Daros una vuelta por La Garrotxa, en Gerona, recorred la Vía Verde de “El Carrilet” y comprobadlo por vosotros mismos.

Puente ferroviario en Luco de Jiloca de la desmantelada Caminreal-Calatayud
No obstante, para que la Ojos Negros-Sagunto sea ese motor económico en el Jiloca, para revertir la grave situación demográfica de muchos de nuestros lugares, la vía férrea y su material circulante han de estar en condiciones, han de poder acercar a las personas que deseen recorrerla desde cualquier punto de Europa. Los carriles, adaptados a los criterios de gestión propios del siglo XXI, serán mantenidos económicamente, no sólo por los convoyes de viajeros, sobre todo, por las mercancías de las industrias aragonesas que transitarán, bien en dirección a Europa por Canfranc (una vez reabierto el paso internacional en 2020) o bien hacia la salida marítima natural de Teruel en Castellón. La inversión no es elevada pues la infraestructura ya está construida, incluso en estos tiempos de zozobra presupuestaria es factible llevar la renovación a cabo. Por su parte, los trenes de pasajeros, con horarios atractivos y espacios adaptados al transporte de bicicletas, ofrecerán el servicio necesario para hacer bueno el dinero inyectado, hace unos años, en la vía verde y, sobre todo, vertebrarán los hermosos pueblos nuestros que agonizan ante la falta de oportunidades para los jóvenes. ¿Y qué es lo mejor de esta propuesta, de este sueño posible? Pues que se estaría apostando, de verdad, por un modelo sostenible de desarrollo, basado en aprovechar lo que ahora existe con el mínimo impacto ambiental posible y que impulsaría la economía local, poniendo en valor, más todavía, los valores ambientales y artísticos del territorio. Unido a esto, se mejoraría la logística de las industrias asentadas en el Jiloca, las cuales podrían optar por mover sus mercancías por un medio de transporte, según su destino, mucho más barato como es el tren e, igualmente, con menor impacto ambiental. Para llevar esto a puerto no serían necesarios más taludes ni desmontes, grandes obras de ingeniería ni expropiaciones forzosas y se reduciría la contaminación atmosférica y acústica que provoca el tráfico rodado de automóviles y camiones y nuestra dependencia energética del exterior. 

El tren Zaragoza-Teruel a su paso por Cuencabuena
Acudiendo a la última Fiesta del Chopo Cabecero, desde Luco de Jiloca en el medio de transporte más respetuoso con la naturaleza que existe (el zapato), coincidí cerca de Cuencabuena con el tren de pasajeros que une, con más pena que gloria, las poblaciones de Zaragoza y Teruel. El exiguo espacio que ocupa la vía me resultó fehaciente prueba de su respeto por el entorno y verlo surcar la paramera con esa parsimonia sinuosa que lo caracteriza, llenó mi espíritu de esperanza. Sin duda es un superviviente, incluso abandonado de todos se mantiene en sus trece, seguro de que pronto llegará su momento cuando comprendamos que, para el futuro, necesitamos el tren.

jueves, 26 de junio de 2014

Una laguna de Gallocanta en Albacete

La de Pétrola es una laguna esteparia, salina y endorreica situada a escasos kilómetros de la ciudad de Albacete, casi tocando el casco urbano de la localidad manchega que le da nombre, a 860 metros de altitud sobre el nivel del mar… ¡Andanda qué bufanda! como la laguna de Gallocanta, que es también una laguna esteparia, salina y endorreica situada a pocos metros del casco urbano de la localidad aragonesa que le da nombre, en una planicie a 1000 metros de altitud sobre el nivel del mar y, eso sí, algo más alejada de las ciudades de Teruel y Zaragoza.

Panóramica de la Laguna de Pétrola
Su profundidad media, la de la laguna de Pétrola, es de unos setenta centímetros, algo mayor que la de Gallocanta, que ronda los cincuenta. Pero, mira por dónde, la profundidad máxima de ambas cuencas endorreicas es la misma, alrededor de dos metros; que la alcancen dependerá del régimen de precipitaciones anual. Para terminarlo de arreglar, las dos son parte de complejos lagunares mayores, en el caso de la manchega, lagunas de menor entidad están dispersas en sus proximidades sin que, que yo sepa, hayan recibido apelativo, en el de la aragonesa pueden citarse las lagunas de la Zaida, Guialguerrero y dos lagunicas en Santed, una de las cuales, es cierto, no es de agua salada. 

Las salinidad de la laguna se esparce sobre la playa
Como en Gallocanta, en los carrizales de Pétrola pueden observarse ejemplares de especies propias de estos ambientes como el carricero común, el carricerín cejudo, carricerín real o el ruiseñor pechiazul; en el centro de la lámina de agua, otros de cerceta común, tarro blanco, ánade friso, rabudo o cuchara; y en sus orilla, paseándose a la caza y captura de invertebrados, avefrías, andarríos, chorlitejos, avocetas o cigüeñuelas. Con estos mimbres, uno no puede evitar sentirse como en casa.

Secanos y carrascas conforman el paisaje circundante
La principal atracción de la laguna aragonesa, aunque no la única como bien saben los que pululan de vez en cuando por ella, son las reuniones masivas de grullas que tienen lugar a causa de su tránsito migratorio. Tanto en su viaje de ida al sur, cuando hace su aparición el invierno, como en el de regreso, al asomarse la primavera, las grullas emplean la laguna para recuperar fuerzas. El espectáculo es, a todas luces, digno de admiración; resulta verdaderamente impresionante el andar elegante, vuelo majestuoso e infatigable trompeteo de decenas de miles de estos grúidos en un mismo lugar y a un mismo tiempo. La principal atracción, en la manchega, es su población de flamencos, la cual, tras no hacerlo durante años, está volviendo a nidificar y sacar adelante sus polladas, no sin importantes dificultades. Verlos iniciar el vuelo te encoge el corazón, llegas a dudar de que puedan conseguirlo, una vez abandonan la tierra firme no puedes evitar sentir que se remonte hacia el cielo con ellos. Estas aves de color rosa intenso, atuendo que no puede ser más idóneo para la época reproductora, son muy sensibles a los cambios en las condiciones de su hábitat, así como a las molestias que se les puedan ocasionar, razones que explican los casi diez años en los que no se ha constatado actividad reproductiva. 

Flamencos en vuelo
Aquí radica la diferencia más evidente que encuentro entre ambas lagunas. La cuenca endorreica albaceteña parece dejada, por completo, de la mano de Dios, a pesar de contar con una figura de protección que reconoce sus valores ambientales y la necesidad de su conservación, así como de ser uno de los más difundidos destinos turísticos en la provincia manchega. La fábrica que extraía salmuera ha detenido su actividad, sin haberse desmantelado las instalaciones, lo que ofrece una imagen deplorable al visitante. En sus proximidades, un destartalado observatorio resulta insuficiente para acercarse a la fauna acuática de una lámina de agua demasiado extensa, lo que es causa de que se moleste a la avifauna que desarrolla su actividad cerca de los caminos que rodean la laguna. No existe, por otra parte, ningún tipo de control a los rebaños de ganado ovino que llegan a pastar en sus orillas, muy cerca de los lugares de nidificación de la colonia de flamencos. Tampoco hay noticias de centros de interpretación ni de campañas de sensibilización de la población residente, así como de los potenciales visitantes del paraje, a excepción de la infatigable labor de la Sociedad Albacetense de Ornitología, la cual, igualmente, denuncia infatigable la dejadez de la administración. En fin, una pena porque siempre que me doy un garbeo por Pétrola tengo la impresión de estar en un entorno tan maravilloso en lo biodiverso como la laguna de Gallocanta, pero sin la atención que, década tras década, ha ido recibiendo la cuenca endorreica turolense y, en consecuencia, con amenazas mucho más graves e imprevisibles de las que ésta puede, o pudiera, llegar a tener.

lunes, 9 de junio de 2014

Una visita inesperada

El verano se ha presentado sin avisar. En esta ciudad de locos, hace tan sólo unas horas andábamos por las calles refugiados en nuestras ropas de abrigo y preguntándonos dónde se encontraba esa meteorología propia y lógica de los primeros días del mes de junio, ahora rogamos por un respiro, por que un sol inclemente se lo tome con más calma, exigir que alguien lo apague nos parece, del todo, y aun con todo, excesivo. Imagino que ésta será la razón de que un escarabajo más propio de las noches próximas al solsticio de verano (quedan casi dos semanas), que de los primeros días de junio, se haya presentado esta mañana en mi despacho sin avisar, puede que tras golpearse con la contraventana a medio abrir. Algo que, de haber sucedido de esta manera, me cuesta entender alejado como estoy de lo que se entiende por ser un maniático de la limpieza. Puedo asegurar sin temor a equivocarme que los cristales de mi domicilio que, a duras penas, me permiten ver el exterior son fácilmente identificables.

Amphimallon solstitialis 
El caso es que el individuo que ha tenido a bien acercarse a darme los buenos días, un simpático Amphimallon solstitialis (escarabajo solsticial para los amigos), no es el primero que veo por estos lares y en estas fechas. Sin ir más lejos, en el portal de casa me encontré, el sábado por la mañana, otro digno representante de esta especie de coleóptero fitófago (esto es, escarabajo que se alimenta de vegetales) que a mi me recuerda a los escarabajos peloteros, pero como si estuviera a medio hacer debido a sus tonalidades pardas y a sus élitros –las alas anteriores- considerablemente menos coriáceos. Esto me preocupa, pues los desastrosos de nosotros golpeamos primero y preguntamos desp... ¡cierto! ¡no preguntamos! solemos tener la mano demasiado larga y el compañero, aunque sea inofensivo y se alimente de fruta, néctar o partes de las flores, la verdad es que recuerda a un abejorro y puede tener siempre los segundos contados a manos de cualquier pagano en esto de la bichología. Lo que es una pena, por no escribir un drama, pues si la evolución lo puso ahí sería por algo, quizá porque sus larvas consumen madera podrida contribuyendo a los ciclos que hacen renovarse a las masas forestales.

Amphimallon solstitialis 

lunes, 2 de junio de 2014

Cotorras y grajillas... ¡¡¡Grajillas!!!

Si hay una cuestión que resume una parte importante de las miserias de la globalización, esa no es otra que los graves problemas asociados a la invasión de especies exóticas, las cuales suponen una de las principales causas de pérdida de biodiversidad a nivel mundial. Sacadas, con la inestimable ayuda del desastroso ser humano, de su área de distribución natural y de su potencial área de dispersión, ya sea en forma de individuos adultos o juveniles, gametos, semillas, huevos o propágulos que puedan sobrevivir o reproducirse, estas especies te la suelen liar. Así, afectan muy negativamente a las autóctonas bien debido a la competencia que surge por ocupar un mismo lugar en el ecosistema; a su irrupción en las cadenas tróficas, pues constituyen un nuevo actor habitualmente muy voraz y libre de depredadores naturales y, en consecuencia, desequilibrante; o a la transmisión de enfermedades de las que son portadores. Es lo que sucede con el visón americano y el europeo, que ocupan un mismo nicho ecológico y de cuya competencia el mustélido europeo sale bastante mal parado; con el siluro y su insaciable apetito y el resto de especies piscícolas en el río Ebro; o con el cangrejo de río americano, portador de la afanomicosis, un hongo al que ésta especie es resistente, pero al que no lo es el cangrejo común y que ha sido causa de su virtual desaparición en la Península Ibérica. Y también están las afecciones negativas directas a la economía y al bienestar de las personas como es el caso de la avispa asiática, cuyas agresiones a las colmenas de abejas melíferas traen de cabeza a los apicultores, o de las escandalosas cotorras argentinas, en cuya proximidad no hay forma humana de dormir la siesta.

Una cotorra argentina en labores de mantenimiento
Éstas últimas fueron avistadas en territorio peninsular, por primera vez, a finales de los setenta en Barcelona y en apenas tres décadas y media se han extendido a los parques de muchas de nuestras ciudades sin que los esfuerzos por controlarlas hayan dado resultado. Zaragoza no podía ser una excepción, como tampoco un barrio como el Actur en el que un importante porcentaje de su superficie se ha destinado a zonas verdes. Muchos de sus árboles lucen, seguro que no orgullosos pues son susceptibles de ocasionarles graves daños por su peso, uno, o varios, de los imponentes nidos de estas aves para los que se necesita un importantísimo número de ramas de diversos diámetros que las cotorras arrancan con su sólido pico destrozando sistemáticamente la vegetación. La ausencia de depredadores y escaso celo en su control ha permitido medrar a las cotorras argentinas hasta el momento, quizá sean las propias leyes de la ecología, sin embargo, las que vayan imponiendo a estos psitácidos ciertos límites. ¿En qué estoy pensando? En ciertos episodios de los que fui privilegiado espectador hará ahora más de un año, a mediados de abril de 2013, y que se han vuelto a repetir unos doce meses más tarde. Durante varias semanas, casi cada mañana, pude observar como una bandada de grajillas de unos seis ejemplares acosaban uno de los nidos de cotorra argentina emplazado en un espacio verde próximo a mi domicilio. Mientras uno o dos ejemplares hacían su entrada en el nido, el resto se quedaba de guardia en el exterior e intimidaba a las cotorras, las cuales se alejaban algunos metros de su vivienda a esperar que la razia concluyera, sin dejar de emitir sus estridente llamada de alerta. En una de estas incursiones, la más reseñable en mi opinión, una de las grajillas salía del interior del nido como alma que lleva el diablo con un huevo en su pico, siendo seguida de inmediato por sus compañeras lejos del parterre. En otra, un adulto, posado en la parte superior del armazón de ramas, devoraba algo con avidez sin que pudiera, desde mi posición, acertar a discernir qué se estaba tragando el pequeño córvido, aunque es muy posible que lo que aquel adulto de grajilla se estuviera metiendo entre vientre y obispillo fuera un pollo de cotorra argentina. 

Más de media docena de grajillas de incursión
Fueron muchas las ocasiones en que la bandada de grajillas, que bien podría no ser la misma, abandonaron sin presa la estructura, lo que puede explicarse en términos de una excesiva presión sobre la colonia de cotorras y, a resultas, un nido vacío de huevos y pollos sobre los que rapiñar. Los pequeños loros, por su parte, una vez se les dejaba en paz se apresuraban en reparar los destrozos causados en su vivienda o en modificar su disposición para impedir nuevas razias, tarea esta última en la que no han tenido jamás éxito alguno. En otras zonas verdes del barrio, en otros nidos, también he podido constatar incursiones de grajillas, luego me atrevo a indicar que no escribo aquí de un caso aislado, que ante la aparente pasividad e inoperancia de la Administración para con la necesidad de controlar la expansión de las cotorras argentinas, un experimentado ladrón de huevos y pollos como la grajilla, se ha decidido a echarnos una mano a las personas de bien para que nos sea posible, un día no muy lejano, dormir la siesta en condiciones.

Grajilla saliendo del interior de un nideo de cotorras

domingo, 1 de junio de 2014

!!!Excrementos!!!

Si hay una escena que me resulta particularmente deliciosa, es la que suele darse en los cursos de rastreo. Esto es, en aquellos en que el temario versa sobre los indicios que los animales dejan en su hábitat al acometer sus actividades vitales. En todos ellos, tarde o temprano, el responsable del curso toma un excremento depositado sobre un arbusto, una piedra o en el suelo, lo huele, describe a sus expectantes alumnos los matices del aroma y después lo cede para que puedan comprobar, haciendo uso de sus pituitarias respectivas, que las explicaciones del avezado docente se ajustan al caso que tienen –pocas veces mejor dicho- entre manos. Este marco inconfundible de pasión por el medio alcanza su apogeo si las indicaciones tienen lugar en una transitada ruta senderista y la reverencial forma de pasarse la deyección, queda al alcance de quienes son ajenos a los motivos de tan peculiar ceremonia. ¡Pocas veces una escena tan surreal puede presumir de ser tan entrañable!

Excremento informe de garduña sobre rastrojo
No, no se me va la cabeza. Al menos, no más que de costumbre. La razón de semejante espectáculo es muy simple: los excrementos nos dan muchísima información acerca de los hábitos alimenticios de los animales, así como datos de carácter fisiológico o de comportamiento. Son, por otro lado, una forma sencilla de identificar la presencia de una u otra especie en un hábitat concreto, como sucede con huellas, restos de comida o marcas de colmillos y cuernas en árboles o en el propio sustrato. En la identificación de excrementos van a tener importancia su tamaño y forma, su consistencia, su color, los restos de comida que puedan integrar y, por supuesto, su olor. 

Excremento de zorro en junio: huesos de cereza
En este estado de cosas, garduñas y zorros emplean sus excrementos para marcar, depositándolos a la vista, a menudo en lugares elevados como muretes y poyos, por lo que son fáciles de ver cuando se sale al campo. Ambos animales no sólo se alimentan de carne –en la vida uno no siempre consigue lo que quiere-, también de los frutos silvestres disponibles en cada mes del año, así que pueden encontrarse en sus deyecciones huesos de cereza, si corre el mes de junio, o un tono morado y semillas de zarzamora si corre el de octubre. Este dato nos puede dar una idea, por ejemplo, de por dónde se han movido los individuos si aquellas han sido depositadas en una zona en la que no hay cerezos ni zarzamoras; el animal habrá pasado por la más cercana en la que sí se den estos frutos. 

También se encuentran, tanto en los excrementos de garduña como de zorro, restos de pelo y de huesos sin digerir o, en caso de haberse atiborrado de insectos, restos de los élitros –primer par de alas coriáceo propio de los escarabajos- y de otras partes de la dura armadura que los recubre, que harán que la “plasta” se nos deshaga entre las manos; una deyección no es sino un producto de los hábitos alimenticios del “animalico” en liza, algo que debe tenerse siempre presente. 

Excremento de zorro en octubre: el individuo ha comido moras
En general, los excrementos de los zorros suelen ser más grandes que los de la garduña, animal de menor talla, pero la enorme variabilidad de formas y tamaños, sobre todo en el caso de ésta, puede llevar a que tengamos serias dudas de que una deyección que hayamos visto por el campo sea del uno o de la otra. Al fin y al cabo, sus similares hábitos alimenticios y manías a la hora de ubicar el “pastel” no ayudan. Es aquí donde ponemos a trabajar a la pituitaria, pues en el caso del zorro, el olor de sus excrementos, siendo fuerte, no es en absoluto desagradable y sí característico y de ahí que en los cursos de rastreo sean habituales escenas, del todo peculiares como la descrita en el primer párrafo. 

Llegados a este punto no queda mucho más que añadir. Me viene a la mente el caso del erizo, por lo del tamaño, pues cuando uno ve sus enormes excrementos, lo que no es en absoluto fácil al no dejarlos a la vista, no puede evitar preguntarse cómo puede un animal tan pequeño engendrar semejante cosa.

lunes, 5 de mayo de 2014

Más de arañas tigre

El que si que tiene pitera –o no tiene talento ninguno-, es el macho de la Argiopes. El insensato, cuyo tamaño puede ser hasta cinco veces menor que él de la hembra, espera en las proximidades de la tela de su amada a que ésta se disponga para la cópula. Momento particularísimo de su singular existencia en que las mortíferas mandíbulas con las que inocula su veneno se ablandan, se muestra menos agresiva y resulta relativamente seguro acercarse. El valiente habrá entonces de llegar hasta ella, colocar el esperma en su sitio y salir por patas antes de que se le despierte la mala leche. Es habitual que el pobre pierda alguna extremidad en tan peliagudo coito, cuando no muere en la hazaña. Uno a veces se pregunta si es necesario –Darwin mediante- tanto despliegue de medios para la selección de los más aptos.


En estas reflexiones -o en alguna parecida-, andaba yo al tropezarme con una Argiopes lobata en la cercanías del Mas, lugar de Luco de Jiloca en plena paramera, que perteneció en su tiempo al Marqués de Montemuzo. A diferencia de su pariente, la A. bruenichi que es fácil de encontrar en la proximidad de los húmedos bosques de ribera, la A. lobata busca para instalar su red la embriagadora sequedad de los pajizos herbazales, en las infinitas extensiones semiáridas. Sobre la seda inmóvil, su notable tamaño custodiaba un amasijo de seda que debía contener el almuerzo, pues una vez que un insecto cae en la tela, la araña lo envuelve para inmovilizarlo y evitar que pueda lesionarla al tratar de defenderse. Acto seguido le inocula un veneno que lo paraliza definitivamente, pudiendo devorar a su víctima entonces, si está hambrienta, o reservarla para más adelante. 


Si es curioso el modo de aparearse de las arañas, no lo es menos el que tienen de comer. Pensemos en el senderista de turno que, después de una larga caminata, entra a un bar y se decide por un apetitoso plato de huevos fritos e imaginemos que, en vez de comerlos untando reverencialmente la yema con un buen pan de pueblo bien cocido, deleitándose con el sabor que el intenso oro líquido empapa en la miga, tomándose su tiempo antes de tragar y dar inicio a la digestión, lo hace segregando sobre los huevos sus jugos gástricos para sorber a continuación, como si de una sopa se tratara, el líquido resultante del ataque de los ácidos sobre la comida. Así comen las arañas: una vez la presa ha sido envuelta en seda y se le ha inoculado el veneno, vierten a través de las heridas causadas las enzimas que harán posible el milagro de la licuefacción, ahorrando con esta estrategia, además, una cantidad muy importante de energía. Sus piezas bucales no están preparadas para morder o desgarrar, tan sólo para succionar y filtrar esa papilla que produce una primera digestión externa de la víctima. ¿No es fascinante? ¡Lo es! Aunque con todo y con eso, yo me quedo con lo del pan.

Sobre estas arañas puede verse este espectacular vídeo