jueves, 1 de diciembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-El Algarbe (II)

Miradas de sorpresa. “¡Ya estás aquí!” me dice José, convencido de que, de darles alcance, no lo iba a hacer con tanta celeridad. La explicación es sencilla. Por pista, los coches no pueden sacar de su motor, lo que pueden sacar en carretera y la bicicleta, sin embargo, si el firme está bien, como ha sido el caso, consigue más de su mecánica y de la tracción animal que la impulsa, de lo que, engañosamente, pueda parecer. 

Valle del Cabriel
Descender este vallecillo ha sido una experiencia extraordinaria. Dejar que la pendiente termine el trabajo y disponer mi cuerpo, en pie sobre la bici, con el cometido único de distribuir su peso para que actúe de timón y esquivar, de este modo, los baches y piedras que pueden suponer un riesgo serio de caer y morder el polvo, es un gustazo. 

Una orquídea: Platanthera sp.
En nada me doy de bruces con los coches, aparcados a escasos metros del amplio camino. Acuesto el velocípedo en las verdísimas y largas herbáceas del fondo del valle, que mucha humedad conserva, y voy a unirme con el grupo. El paseo nos conduce a algunos otros bellísimos ejemplares y, en mi caso y en el de alguno más, a la fotografía de invertebrados: lepidópteros y coleópteros (mariposas y escarabajos para los amigos). 

Una nimfálida: Coenonympha glycerion
Mariposas del género Melagarnia han sido habituales estos días. Por mi experiencia, los licénidos lo son habitualmente. Aunque esto cabría relativizarlo. Mi admiración por ellos deja impresa en la memoria encuentros sin fecha ni horario, encuentros que mueven a mi razón a considerarlas abundantes cada mes de climatología agradable y es muy posible (bendita humildad), que esto no sea así. Mi cuaderno de campo es un desastre los días en que la galbana se apodera de la parte racional de mi espíritu naturalista y presto toda mi atención a la observación de las formas y de los colores, y todo mi desafecto, a los latinajos y la fenomenología. 

Una licénida: Polyommatus icarus
Me da a mí que José está ralentizando todo un poco para que a mí me de tiempo de participar de la jornada. ¡Será bribón! El grueso del grupo marcha hacía Frías en los coches, al condumio, si bien harán antes una parada en altura, en las proximidades de la Peña de los Ajos, para ver a la mariposa apolo.  Si hay suerte, claro. Un hermoso lepidóptero de la familia Papilionidae, de alas de algodón blanco, con ocelos negros y sanguinos que yo tuve la fortuna de observar, a decenas, no hace mucho en Rubielos de la Cérida, donde fue nacido el abuelo allá por 1917. La presunta estratagema (no deja de ser una suposición no contrastada) de José me concederá un tiempo precioso; recorreré la distancia entre el Cabriel y la sima de Frías y podré, incluso, detener mi velocípedo para tomar algunas fotos de la altiplanicie. A mi derecha se yerguen magníficos los Montes Universales. 

 Un coleóptero: Milabris quadripunctata
Yo no pierdo altura, tampoco la gano. Amarillea todo en derredor. Año seco. Las sabinas rastreras, bien tupidas sobre el pajizo herbazal, alcanzan a hipnotizarme. Me llego a la sima de Frías cuando lo hace el resto. El boquete es descomunal, aquí parece que el techo de la gruta, excavada por el agua tras miles de años de paciente acción erosiva sobre el carbonato cálcico, se vino abajo. Rodeamos la dolina en un paseo breve. Los negativos de varios fósiles marinos han quedado impresos en varios puntos, a la orilla del vacío. Voy deshidratado. Menos mal que no queda nada ya a Frías y que es, lo que resta, una bajada placentera. 

Un segundo coleóptero: Amphimallon solstitiale
Comemos en el Mesón Alto Tajo. Estamos un grupillo de “comeflores” y nos tratan fetén, fetén. Migas y pisto. Disfruto enormemente de la conversación a este lado de la mesa. Roser y José María viven en Barcelona, si bien él tiene (no recuerdo ahora si todas, al menos sí una parte) sus raíces en Pozondón. Están cansados de los agobios de la gran ciudad y se están planteando, seriamente, una vida a este lado del mundo. El gran inconveniente, para variar, el cocido. Dónde, o cómo, podrían obtener los ingresos, que no por ser menores, dejarían de ser necesarios. Me enternece su iniciativa, yo algunos días, y cada vez más a menudo, pienso también en volver.

Inmediaciones de la Peña de los Ajos
José María también le da al deporte de la canasta. En ocasiones dispara al aro en la cancha de Pozondón, cuando la luz del día decae y las sombras se hacen de una longitud insondable en la paramera. La pista y el frontón por los que pasé mi primer día de pedaleo, rumbo a Orihuela del Tremedal, son su patio de juegos. Quizá en otro viaje yo pedalee, como en éste, por el lugarón y podamos disparar a ese solitario aro de Pozondón juntos. Y quién sabe, quizá entonces, estemos ya todos de vuelta.

Sima de Frías
Concluye la sobremesa. Despedidas y deseos de lo mejor. Han sido dos días estupendos. A ver si repiten, los de AETSA, el año que viene y me puedo acercar, de nuevo, a lomos de mi, nunca bien ponderada, compañera de metal y accesorios varios, de no metal. Como en otros saraos del estilo, sé que no volveré a coincidir con muchos de los asistentes. Dos días no dan para mucho, y hay con quien no he cruzado palabra, pero aun a pesar de eso, nos une compartir intereses y eso siempre deja en mí, con las despedidas, una sensación de desamparo. Además, a partir de ahora, habré de proseguir en soledad y la circunstancia, amplia esa sensación a niveles desconocidos para mí. 

Desde el Alto los Pozuelos
Agito mi mano al pasar junto a sus coches. He tomado el desvío hacia Moscardón. Me pregunto cuál será su gentilicio y sonrío entre mí. He de subir el Alto los Pozuelos. Buena rocha, mejor todavía recién comido. A mis pies, y a sus ruedas, quedará toda la dehesa cuando culminemos la ascensión. Me sentaré un rato y pensaré en el día y en que la superficie abrupta sobre la que Frías se asienta es, al espíritu, un presente inigualable. No deseo marchar, por alguna extraña razón que no acierto a comprender, que tampoco acertaría a explicar, podría quedarme en la contemplación del espectáculo horas enteras, puede que días enteros. Pero existe, igualmente, belleza en el sendero que uno sigue mientras anda siguiéndolo, (cicla siguiéndolo, en mi caso). Voy a llanear un ratico y luego será ya todo bajar hasta Moscardón.

Antes de llegar al pueblo, me detengo a la sombra de un monumental pino negral. Hemos cambiado ya de piso, la altitud es sensiblemente inferior y los pinos silvestres han quedado atrás. El hermano vegetal ha recibido el impacto de un relámpago, el cual ha dejado su rubrica impresa a lo largo de todo el tronco como un recordatorio de que hay poderes inmensos, mayores que la mano del ser humano y que hacen, y deshacen, a su antojo. 

Pinus nigra monumental en Moscardón
Voy deshidratado todavía. En Moscardón hago una parada larga. Me ha resultado sorprendente el emplazamiento: la ventana abierta a la barranquera, el arroyo de el Castellar abajo, discurriendo en la compañía del susurro foliar de los chopos y las sargas, y el pueblo encaramado, como haciendo equilibrios a su orilla. Destaca la Iglesia Parroquial, el edificio es imponente. Un edificio religioso fortificado del siglo XVI que pudo tener comunicación visual con la torre del Andador, en Albarracín, según sostiene la tradición oral. Y quedo embrujado por la sencillez honesta de su plaza, por el porticado del ayuntamiento y las casas en derredor que conservan ese aroma de la arquitectura adscrita al terreno y al clima. 

Llego al Algarbe, destino para hoy. El último tramo se me hace duro por lo justico que voy hoy de fuerzas. En uno de los bares del pinar, en su terraza, me doy un homenaje en forma de un par de botellines de cerveza de tercio. ¿O fueron tres? Ya no recuerdo. Sólo que al entrar en la pradera, en las inmediaciones del establecimiento, quien parece regentar el bar me increpa diciéndome: “aquí no se puede entrar con vehículo”. Su tono me incita a considerar que no está hablando en serio, aunque su semblante indica lo contrario. Con todo, le respondo, siguiendo con la presunta broma: “¿de esta clase tampoco?” “De esos precisamente.  Esos, cuanto más alejados, ¡mejor! no se me vaya a pegar algo”. Y ambos reímos con su ocurrencia. 

Moscardón
Mientras doy cuenta de la cerveza, y descanso, entablo una amigable conversación con él y las personas que, con él, están sentadas a escasos metros, también en la terraza. Cuando presiento que la pereza va a hacer acto de presencia, y va a terminar por desplomarme, me encamino hacia el campin. 

En apenas veinte minutos estoy instalado. Paseo, que haya poco dispendio en edificios me agrada. Una ducha rápida me deja como nuevo (esta manida expresión no se la cree nadie). El día ha sido duro, las temperaturas andan desbocadas (para la fecha en la que nos encontramos), y no he bebido el agua necesaria. Mañana habré de levantar temprano, para pedalear con no demasiado calor. Antes de marchar a dormir me cocino esa bazofia precocinada con setas que he transportado hasta aquí desde Santa Eulalia y, lo que es muchísimo peor, me la como. 

Con lo que me gusta cocinar, y comer bien, no sé como puedo abrevarme semejante ponzoña con tanta ligereza.

Home, sweet home

jueves, 24 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-El Algarbe (I)

En diez minutos tengo todo recogido. Me ducho antes de salir, he de aprovechar las instalaciones. Tanta higiene acabará por matarme, me digo socarrón. Ya les he dicho a José y a Begoña que no cuenten conmigo, que iré a mi ritmo y si puedo participar de las orquídeas, algún rato, pues miel sobre hojuelas, en caso contrario, pues ajo y agua. 

Desayuno un café con leche y una tostada con aceite. Ayer no cené, no me apeteció nada echarme la mínima cantidad de algo al cuerpo; ya veremos cómo va el día. El tipo del hostal es correcto. No exterioriza sino un, aparente, enfado continuo. Quiero decir que es, en ocasiones, en mi opinión, demasiado serio. Luego, sin embargo, es atento a cuestiones a las que (soy demasiado consciente) no está acostumbrado: la bicicleta ha dormido bajo techo, ayer y hoy. Esto no es Zaragoza, en Griegos, a mi bici no va a pasarle nada por dormir en la calle, pero el detalle, para un cicloturista de alforja, no tiene precio. Contra pronóstico, al marchar me anima en mi viaje y ríe a mandíbula batiente, se le ilumina el rostro, tras decirle que así es “la vida del ciclista, si no vamos cuesta arriba, pues cuesta abajo”.

He estado a gusto mis dos días aquí, en el Hostal Muela de San Juan, me han tratado bien. Las más de las ocasiones, una joven del este que habrá venido aquí, como tantos otros vienen, persiguiendo una vida, presuntamente, mejor. Como hicieron mis abuelos en su momento, cuando el azafrán trajo los tractores y los tractores se llevaron el oficio del abuelo y hubieron de marchar a trabajar a Calahorra. La he observado trastear tras la barra, amagado tras un vaso de vino, y he pensado en los hijos que quizá sean ya suyos, o en los que quizá tendrá en el futuro, y me he preguntado si también ellos echan, o echarán, en falta la tierra de su madre como yo, tanto a veces, extraño la de mis abuelos. 

Villar del Cobo
Es genial la bajada desde Griegos hasta el desvío. Varios sapos aparecen, en destripe, sobre el gélido asfalto en la umbría.  Han sido atropellados la misma noche en que yo veneraba, con un respeto infinito, a la gran sapa que encontré en mi regreso de Guadalaviar. Muchas bajas provoca la carretera; recuerdo las bondades del ferrocarril, que jamás llegó a estas altitudes, y cómo se ha desvanecido su portentosa figura, abajo en el valle, hasta casi desaparecer. ¿Habrá corrido la sapa idéntico infortunio? Me apena la incertidumbre.

Se estrecha el paisaje. De nuevo las hoces calcáreas que anteceden a Villar del Cobo. Un viejo recoge manzanilla en la cuneta. Vuelvo a admirar la geomorfología del lugar, la roedora labor del agua de lluvia sobre el carbonato cálcico a lo largo de miles de años. Vuelvo a sobrecogerme con ese silencio insondable que rompe, tan sólo, la mecánica vieja y arguellada de mi anciana amiga metálica. Vuelvo a sentirme ínfimo, en comparación con la infinitud manifiesta del tiempo geológico, un sentimiento que me ha ido acompañando en este viaje reiteradamente. Vuelvo a sentirme ínfimo, pero pleno de vez. Y vienen a mi mente las palabras de Luther Standing Bear, aludiendo a esa gran fuerza unificadora que fluye a través de todas las cosas: las flores de la paramera, los vientos, estas rocas que me contemplan desde su altura, los árboles, los pájaros y los animales y, por supuesto, los seres humanos. Cuando alude, en ese libro que he leído y releído, de chico y de no tan chico, La Tierra del Águila Moteada, a la creencia de que todo está emparentado, pertenece a una misma familia, y que esto supone un principio irrebatible y absoluto. 

El paisaje vuelve a abrirse: Villar del Cobo. Ni veo, ni me doy de bruces, con el grupo de orquídeo-maniacos. Habrán marchado ya. Los veré en Frías. Sí que he confirmado mi asistencia a la comida, que es en un restaurante del lugar. 

Ser o no ser.
Villar está en un hondo: toca subir nuevamente. Al iniciar la rocha, un mastín, todavía cachorro, sube delante mío, no sin nerviosismo. Me mira con preocupación, vuelve su cabeza para vigilar mi paso, y lo hace en varias ocasiones. Luego se cambia de arcén, al izquierdo, y se gira de nuevo. No se detiene, no acelera su paso, pero gira su cabeza y me observa una vez más como preocupado. Al instante doblamos una curva y surge de la nada el rebaño que ayuda a pastorear. Un segundo mastín, adulto, nos ve llegar situado en el arcén derecho. También me obsequia con una mirada de sorpresa. Yo no me detengo, entre ambos perros paso acelerando la cadencia de mi pedaleo. El adulto levanta una de sus patas delanteras, adquiere una extraña postura defensiva, como de kung-fu, pero nada sucede. Pobre animal, creo que no tiene muy claro lo que se le viene encima. Quizá sea la primera vez que ve un cicloturista, con alforjas me refiero, cargado como una mula, con la casa a cuestas. Es una expresión de sorpresa con la que topo a menudo en este viaje, al atravesar los pueblos cansados, pero es la primera vez que me la encuentro en un perro. Paso entre los dos canes sin movimientos bruscos y me alejo poniéndome en pie en el velocípedo. Se rencuentran los canes y vislumbro, entre ellos, cierto cariño que yo echo en falta. Ninguno de los dos sabe, a ciencia cierta, qué los ha golpeado.

Subo. Lazadas y más lazadas van quedando atrás. El asfalto, sinuoso, atraviesa un pinar hermoso y la pendiente, no demasiado agresiva, me concede distraerme algo del esfuerzo y atender a la belleza consustancial a la naturaleza. 

El carboncillo y los pinceles del ganado responden por el paisaje
Supero la hondonada, atrás queda Villar del Cobo, cuya estampa me sedujo tan pronto me llegué a su periferia o tan pronto me alcanzó la imagen serena suya (con sus viviendas alineadas a la perfección y sus tejados ordenados cuidadosamente), los conos y bastoncillos, células visuales, que construyen mi manera de mirar. 

Un rato más tarde, me rebasan los orquídeo-maniacos. Tomaron café en Villar del Cobo y esta es la explicación de que no acertara a verlos a mi paso. José se detiene a mi altura y me explica la ruta que seguirán en su fructuosa búsqueda, por si me apetece seguirles (a mi ritmo, claro). Una vez concluye, ellos marchan. Antes Begoña hace un intento por que meta la bici en su furgoneta y me sume a la expedición mecanizada. Le agradezco el gesto, pero mi voluntad es firme. El día, con todo, va a resultar, en este particular apartado, sorprendente.

Charcas agonizantes y testimoniales campos interrumpen el pasto
Su primer objetivo es el nacimiento del río Tajo. Yo llego al desvío unos minutos después (la tracción animal es lo que tiene). Llevo un mapa turístico conmigo, el que edita AETSA, que me ayuda a comprender las indicaciones y conocer qué ruta, si decido seguir a José, Begoña y el resto de la tribu botánica, será la de hoy. Mi único objetivo es terminar en el camping de El Algarbe, lo demás me “sopla el bolsillo”. Miro el mapa: nacimiento del Tajo, luego valle del Cabriel: una pequeña vuelta para la que estoy físicamente más que preparado. Ojo, por pista, eso significa grava, piedras y arenas sueltas, los kilómetros no son comparables al recorrido por carretera, significará un mayor esfuerzo; la rueda girando en el vacío, mi cubierta no tiene tacos.

Me decido. Recuerdo la canción de Manolo: “cuando revientes, descansarás”. Ala pues, al nacimiento del Tajo. Qué pueden ser para mí, a estas alturas, diez kilómetros más, de ida, y otros diez, de vuelta. Si hay toros que están (y esto es una realidad constatable), en peor forma que yo. Lo pienso (somardismo al poder) pero no estoy, en absoluto, convencido. Las horas decidirán, las de músculos en tensión y sol en las mejillas y las de, abierto a los vientos, el corazón.

Tras una breve ascensión, el resto es llanear o descender. Aquí ha impuesto su carboncillo, y sus pinceles, el ganado; continúo empapado en el país de los trashumantes (un rebaño se alimenta en una suave ladera). Los pastos los interrumpen testimoniales campos de cereal. Y afloramientos mínimos de rocas calcáreas que, en el pasado, hubieron de ser el fondo de un mar profundo. Sabinas rastreras han ocupado el lugar que, en tiempos, quizás fue morada de carrascas y rebollos, sucumbidos ya al filo del hacha. Píceas, sí hay. Pinos silvestres imagino, por la altitud, con su estructura asalmonada probando a asediar los cielos. 

Nacimiento del río Tajo
Salvo el rebaño y su pastor, el resto del itinerario está libre de hombres y bestias domésticas. Desde las charcas que salpican los prados, amarilleados por un año particularmente severo, llega hasta mis oídos el canto rasgado de los batracios. Es el modo, quizá, de confirmar la sequedad omnipresente: cantan a un lodazal agonizante. Miro al cielo. Hoy tampoco va a llover y yo, que soy amarillo, deseo ser azul por un día.

Llego al nacimiento del Tajo, me temo, de milagro. He de decidir, en un par de bifurcaciones, por que camino continuar. Los pieles rojas somos así: nada de mapa, a dar rienda suela al instinto. El río Tajo se da a luz: esculturas de metal, enormes. Menuda novedad. Esta es la obsesión del hombre blanco, el rostro pálido ha de hacer muestra de su soberana estupidez en cualquier lugar, por recóndito que se encuentre. Éste, tampoco se ha salvado. Acaso no es, per se, bello el mundo ¿hay siempre que buscarle aditamentos innecesarios?

Miro el mapa y hago memoria. Repito entre mí, una por una, a conciencia, las explicaciones que me dio José Beneito cuando nuestro último encuentro. En apenas unos minutos estoy en el Cabriel. Es precioso lo que se observa desde la entrada al pequeño valle, siento como si cada hoja, cada rama, cada piedra, cada pájaro y cada suspiro del viento me trascendieran y me hicieran uno con el todo que se manifiesta mayúsculo en derredor mío. Mis compañeros orquideanos han de estar ahí abajo, me abalanzo, sin titubeos, a su encuentro. 

Entrada al valle del Cabriel

jueves, 17 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-Griegos

Aprovecho que el Guadalaviar pasa por Albarracín y me apunto a disfrutar de un fin de semana de orquídeas con quien se tercie. Me explico, AETSA, la Asociación de Empresarios Turísticos de la Sierra de Albarracín, organiza unas jornadas de orquideología en tres fines de semana. El último, que hoy comienza y mañana se clausura, está convocado en Guadalaviar, el pueblo, no el río. Así que decidí, en su momento, aprovechar mi paso por aquí y apuntarme al sarao y pensé, también en ese preclaro instante, dormir en Guadalaviar, y no en Griegos. Pero tocan campanas de boda; no hay alojamiento en el lugar, los convidados al casorio invaden hasta la última habitación disponible, así que pernocto en Griegos. Bien de mañana habré de desplazarme para tomar parte en la jornada de orquídeo-maniacos en Guadalaviar, no en el río, en el pueblo. 

Desciclo la dehesa, que ayer tarde ciclara hasta la ermita de la Magdalena, y prosigo recto, eludiendo el desvío a Villar del Cobo. Hago mi triunfal entrada en el lugar de convocatoria, en la plaza de Guadalaviar, con todos los asistentes a la fiesta ya en el punto de encuentro. Miradas de asombro. Qué bien me lo paso con estas cosas.

Saludo a Begoña, gerente de AETSA, a quien ya conozco del festival de El Pobo, quien está a cargo, en el apartado logístico, de la fiesta. Me alegra coincidir con Uge, al que tengo en gran estima. Cuyo trabajo admiraba ya tiempo antes de conocerle personalmente y cuya sencilla humildad, engrandece todavía más ese trabajo. Y conozco a José Beneito, que se va a encargar del apartado técnico del festejo, del que, desde meses atrás, sé pulular por el ciberespacio y que sabe mucho y, lo que es más importante, es más majo que las pesetas.

Caballos bebiendo en la fuente Feliz
Primera parada, fuente Feliz. He dejado la bicicleta candada en Guadalaviar y me he sumado a uno de los vehículos privados de combustión interna, hoy descanso. Recién descendidos de los autos nos recibe un puñado de caballos imponentes, un racimo de equinos magníficos cuya curiosidad acerca hasta nuestra posición. Beben agua. Beben el agua de la fuente y el paisaje queda reducido a su estructura magnífica. Ojos, no tenemos que para ellos. 

En el merendero de la Fuente nos presentamos, cada cual a su estilo y desde ese primerísimo segundo, a partir del que queda definitivamente conculcado el derecho al anonimato, claro queda quien va a dar la nota, sin descanso, lo que dure este tiempo en común. Y no voy a decir más porque a mí no me gusta hablar. El grupo es, sin embargo, heterogéneo y la diversidad es siempre bienvenida, aquí y en Sebastopol. 

Damos una paseo. Buscamos orquídeas, es obvio. Está todo más seco de lo que la fecha en el calendario gregoriano vigente haría presagiar. No ha llovido esta primavera ni en los tempranos días del verano. A pesar de la coyuntura climatológica, agradecido es el entorno y las primeras especies se asoman a nuestra mirada infantil con rapidez. Todos sacamos fotos. 

Dactylorhiza elata
Con todo el pescado vendido, regresamos a los vehículos y partimos en pos de otro lugar en que probar suerte. En algún punto de la Muela de San Juan aparcamos los utilitarios y almorzamos. Begoña, concienzuda defensora de todas y cada una de las virtudes de esta extremadura aragonesa, ha traído productos de la gastronomía local en un entrañable capazo de esparto: queso de Ródenas y pan, jamón y embutidos de Bronchales. El menú-degustación es de primera, lo que confirma la fruición con la que dan buena cuenta del mismo los comensales. En la parte que me compite, tanto el queso como el pan están para rechuparse los dedos.

Me maravilla que, en el desbarajuste demográfico que es la provincia de Teruel, sucedan, con inusitada frecuencia, estas personas enormes que aman la tierra en que viven y que trabajan, desde sus destrezas, y en la medida de sus posibilidades, para que deje atrás el estado de abandono en que se encuentra y pueda entrar con pie firme en el futuro inmediato. Un puñado de nombres y apellidos se me vienen a la mente de inmediato.  Siempre, por nimio que sea, queda un rescoldo encendido en esa gran hoguera en potencia que es la esperanza. Y siempre, deseo que algo de lo que de ellos aprendo, quedé para mí.  

Concluido el ágape, damos otro paseo a ver qué nos encontramos, que es poca cosa, por la fuente de La Malena, que nos coge de paso, y después a Griegos a comer.  Creo recordar que para los "raritos" el menú, en el Hostal “La Muela de San Juan”, fue ensalada de rulo de cabra, un clásico, y pasta con hongos, un no tan clásico. Todo estupendo. Buena mano tuvo, y tiene, la cocinera, e imaginación.  Antes de entrar a comer, de esas cosas que sólo suceden en Teruel: en la plaza un remolque para ganado muestra, sin complejos, una matrícula escrita con rotulador sobre un pedazo de cartón y, el pedazo, sostenido a la carrocería con cinta americana. 

Spiranthes aestivalis
Lo de las orquídeas es un no parar. Tras los cafés marchamos en pos de nuevos ejemplares. Uno en particular lo tiene José localizado en el rebollar por el que ayer circuló mi burra. Está todo bastante seco, pero por probar, en principio, poco se pierde. En principio. En aquella costera del demonio más de uno está a pocas de dejarse los cuernos. Nos entra el sentido común a tiempo y, con bien de cuidado, descendemos al lugar en que aparcamos los coches. 

Qué locura, todo eso por una flor, una flor diminuta y de esplendor fugaz. Lo que mola son los videojuegos y las viviendas unifamiliares adosadas, pensará alguno. Jardines dirigidos a conciencia por la mano del hombre, sin pendientes en que arriesgar la crisma, con setos bien perfilados, a podadera, bien perfilados e inmutables. Ahí radica, sin embargo, la magia de las orquídeas. En esa carrera evolutiva de la que todos formamos parte, que a nosotros nos ha conducido a tener la supervivencia de la vida del planeta, tal y como la conocemos, en nuestras manos, a ellas las ha llevado a botánicas cotas insospechadas y sin necesidad de tener, en sus manos, la vida de nadie. Han desarrollado, a resultas, miles de estructuras florales diferentes, con miles de tonalidades distintas, combinadas al capricho de Darwin. De este modo, se ahorran el coste energético que supone la producción de néctar, sin renunciar a los insectos polinizadores, que dócilmente caen en el engaño que tejen sus flores. Y han reducido al máximo el peso de su simiente para que sea esparcida por el hermano viento lo más lejos posible. Ahí el riesgo, pero quien no arriesga no prevalece: la simiente habrá de encontrar cuanto antes el hongo, uno en particular que en micorrízica asociación, contribuya a que la nueva plántula adquiera del sustrato, en las mejores condiciones, los nutrientes que le resultarán imprescindibles para su pervivencia. El malabarismo evolutivo es de aúpa.  No sé si son estas las razones que guían a muchas personas a buscar orquídeas cuando asoma la primavera. Son las mías. 

Rebollar en La Solana
Se da por terminada la jornada. Nos encaminamos a Guadalaviar, al pueblo, no al río. Allí he dejado la bicicleta, confío, bien candada. Aún he de regresar a Griegos. Pero la noche es joven y las horas de soledad, de las jornadas pasadas, pesan un algo. Así que nos vamos de bares por el pueblo, que no solo se vive del medio natural. Es más, en lo que concierne a estas latitudes, el medio, de natural, tiene más bien poco y comprenderlo, interpretarlo correctamente, pasa por comprender los usos, intentarlo al menos, de las gentes que han modelado este paisaje. 

Es este el país de los trashumantes, ganaderos que cada invierno se desplazan al sur con sus rebaños, a pie, en busca de los pastos que el clima serrano no les puede proporcionar. Andalucía y La Mancha son los destinos; a centenares de kilómetros de aquí han residido ellos y sus familias, desde siglos atrás, una parte importante del año. En tiempos, todos cruzaban la Península durmiendo al borde del camino semanas enteras, ahora los hijos y las mujeres lo hacen en automóvil, para que aquellos no pierdan compás en sus clases. Su legado, el de estos esforzados zagales, es el vínculo último que nuestras sociedades mantienen con ese nomadismo que nos vio nacer en el África profunda y nos esparció por los cinco continentes. Quien crea que vine sólo a buscar paisaje, se equivoca. 

Paisaje agroganadero 
Una de las personas con las que comparto cervezas esta tarde es Humi Martínez, guía del Museo de la Trashumancia de Guadalaviar, que fue trashumante durante años y cuyo caudal de conocimientos, en relación a esta hermosa forma de vida, presumo ingente. Al igual que la enorme cantidad de cultura de otros lares que estos ganaderos nómadas han integrado, no sólo en las costumbres de Guadalaviar, en las de toda la extremadura aragonesa, y de la que Humi da breves, pero sólidas pinceladas. Me quedará pendiente la visita al museo, una excelente excusa para regresar.

Se ha feito de nueit, que diría Pepe Lera. Es momento de regresar a Griegos, donde pernocto. Jornada redonda, pienso para mí al pedalear en la oscuridad ataviado con el casco, el frontal y el piloto, rojo e intermitente, trasero. Una formidable sapa se cruza en mi camino a pocas de llegar a mi destino. La aparto con veneración, soy consciente de mis deudas con ella y de que está prohibido hacerle daño. En unos minutos me acostaré y algo me dice que, quizá sólo por un rato, me sentiré enormemente bien soñando con ser, yo también, en algún momento en el futuro, trashumante.

Hembra de Bufo bufo

jueves, 3 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Mirador de la Portera-Griegos (II)

Este viaje es de despedida. A La Maga le queda poco camino que recorrer, se ha ganado un digno retiro. Son casi veinte años juntos, ha sacado siempre lo mejor de mí y me ha hecho inmensamente feliz en todas y cada una de las carreteras y en todos y cada uno de los caminos que hemos recorrido juntos. Los recuerdos bullen en mi cabeza. Las proezas del pasado, los momentos duros cuando flaqueaban las fuerzas y las risas y las canciones, cuando no, todo aflora en esta soledad que me he autoimpuesto y que es uno de los principales atractivos de este viaje. En esta bicicleta sin parangón me he hice una parte importante de lo que ahora soy. Necesitaba rencontrarme conmigo mismo. La guinda a casi dos décadas de carretera está siendo sensacional.

Puerto de Tramacastilla, 1.395 m.
Descender toca. A continuación, breve ascenso para darme de bruces, de esas maneras, es cierto, con la señal emplazada en el más elevado punto de la carretera entre Noguera de Albarracín y Tramacastilla. He pasado de la cuenca del Noguera a la cuenca del Guadalaviar. Podría seguir su curso hasta la ciudad de Albarracín y luego hasta Gea de Albarracín, pero pronto terminaría mi visita a estos paisajes serranos de ser así y es algo que no deseo. A la entrada de Tramacastilla una pequeña ermita me recibe. Me retrotrae a las de idéntica construcción que abundan por la sierra de Gúdar y que me sirven para bromear con Deme: “¡pues no sois poco espabilaus los de Gúdar, que construyendo todas las ermitas del mismo modo, os ahorráis pagar un nuevo proyecto cada vez!”

Ermita en Tramacastilla
El cubículo oracional ocupa una superficie similar al porche. Me poso un rato a la certera sombra que éste ofrece a reflexionar. Cuento con la ayuda inestimable de la canción que entonan las hojas de los chopos, al ser agitadas por la brisa del mediodía. 

Todavía hace calor, es hora de comer. Echaré un vistazo por el lugar. El yeso rojo impregna las fachadas, el óxido de hierro enaltece la sobria arquitectura del lugar. Robustos, los edificios presentan en sus ventanas imponentes forjados. La teja árabe culmina las edificaciones. 

Como aquí, en el bar de la plaza, sentado bajo una carpa que aligerará los rayos del sol. Pido cerveza, cómo no. Fría. Es lo único que ahora se me antoja como un deseo absoluto. Pido también un bocadillo de queso. El tipo del establecimiento, amable, me pregunta si lo quiero con tomate untado en el pan. La duda ofende, por supuesto que sí. Me tratan bien, muy bien. 

Tramacastilla
La parroquia local charra sobre la crisis económica y todo el mamoneo que ahora es puntualmente hecho público por los (nunca suficientemente bien ponderados), medios de comunicación. Tienen las cosas claras. En el Teruel tradicionalmente austero, y por los tradicionalmente austeros turolenses, es difícil comprender qué es lo que ha sucedido, a qué cuento la deuda externa ha adquirido las proporciones que ha adquirido y qué necesidad tenían los imputados de meter la mano donde no debían. Me reconcilia algo con mis semejantes escuchar la conversación.

Mientras doy cuenta del bocadillo, un licénido, una pequeña mariposa que pasa habitualmente desapercibida, me obsequia con sus diminutos topos y sus colores metálicos, con sus negros ojos embriagadores. Mi abuela me enseñó, a su manera, imagino que como educan las personas sencillas, a amar la modestia y lo modesto, a encontrar la belleza en las cosas inapreciables.

Barranco Hondo
Tomo café en el interior, sentado en la barra. Leo el Diario de Teruel. Pienso en este país vacío. Pienso en cómo será venirse aquí en lo prieto del invierno. Me aterra ser perfectamente consciente de la respuesta a las cavilaciones que me asedian. Marcho.

Otra vez cara arriba, esto es un sinvivir. Durante la fiebre del oro en California, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, mulas hubo que cargaron menos peso del que yo cargo hoy. Buena rocha, así, sin calentar y recién comido. ¿Quién dijo miedo? 

De juguete parece ya Tramacastilla encaramado aquí arriba. Sigo el curso del río Guadalaviar, a mi izquierda quedan los estrechos que éste ha excavado en su discurrir ancestral: Barranco Hondo. La subida no es un caramelico, pero la pendiente es constante, lo que me resulta una inestimable ayuda a la hora de adaptarme a un ritmo de pedalada cadencioso que va a permitirme el resuello mínimo como para poder admirar la labor del agua en el modelado de este paisaje calcáreo. Pinos negrales salpican las laderas, un bosque abierto y ceniciento.

Puerto Alto de Calamocha, 1.550 m.
Alcanzo un conciso altiplano en que la conífera ha cedido su cetro vegetal a la sabina rastrera. Amarillea el herbazal, la primavera y el principio del verano han sido demasiado secos, incluso a estas altitudes. Tras llanear varios cientos de metros me topo con la indicación de puerto: Alto de Calamocha. Esto sí que no me lo esperaba. Una risa tonta se apodera de mí y he de parar a terminar de desombligarme por lo hilarante de la situación. ¿Quién pudo concebir algo así? La toponimia es caprichosa, sin duda. El nombre del lugar viene del árabe, de Qal’at Musa, que significa fortaleza de Musa (y esto vale también para Calamocha-ciudad, fundada por este tipo, por este Musa, Musa ibn Musa, que diría James Bond). 

Musa ibn Musa, de los Banu Qasi de toda la vida, llamado también al Qasaw (el Grande), vivió en el siglo IX y fue gobernador (bastante de liarla parda, por lo visto), de lo que hoy es Tudela, Huesca, Zaragoza y Lérida. Su padre se decía Musa ibn Fortún y su madre Oneca, quien fue viuda de Íñigo Jiménez y madre del futuro rey Íñigo Arista de Pamplona, así que Musa ibn Musa fue hermanastro de éste (aquello debía ser un contubernio que para qué). Según Jerónimo Zurita (que tiene un instituto con su nombre en Zaragoza por su condición de cronista mayor del reino), en sus Anales de la Corona de Aragón, fueron nuestros reyes, los aragoneses, los de la Casa de Aragón, descendientes del rey pamplonés y es esta la razón de que su cruz, la de Íñigo Arista, una cruz patada apuntada en su brazo inferior y de plata, sobre fondo azul sea uno de los cuatro cuarteles del escudo de Aragón. 

Puntal del Norte
Prosigo camino. Las parideras en el altiplano diminuto recuerdan el ancestral uso ganadero de estos lares. Pierdo, otra vez, altura. Los estrechos no son ya tan estrechos, si bien continúo siguiendo el curso del Guadalaviar. A mi derecha, en un paraje que los mapas reconocen como La Solana, un hermoso rebollar me impone detenerme para confirmar el verdor sucinto de sus hojas, considerablemente menos amplias que las que, bravos, los marojos lucían en las proximidades de Bronchales, en la carretera que conduce a Sierra Alta, en su porfía con el pino silvestre. Y frente a los Quercus faginea, testigo de su botánica embriagadora, se yergue el soberbio farallón calizo Puntal del Norte. Qué hermoso lugar inesperado, pienso entre mí.

En la distancia, Villar del Cobo me resulta de una belleza que deslumbra. Su skyline intimida mis lágrimales y sus alineados edificios, como mostrando respeto a quien por la carretera se aproxima, obnubilan mi entendimiento. Incapaz soy de explicar cómo deje pasar tantos años para dejarme caer por estos magníficos lugares. Tras la torre de la iglesia se adivina la Hoz de Búcar, estrecho por el que me encaminaré para llegarme a Griegos. Unos hombres de más de mediana edad replegan la paja y la suben a un pequeño remolque, qué magnífica oficina.

Villar del Cobo
En el bar de Villar del Cobo me detengo a echar otra cerveza. Es julio y no evito otra vez idéntica escena: la edad media de los jugadores de naipes distribuidos por las mesas del establecimiento supera la de la jubilación. Dos zagales más jóvenes beben zumo y refresco apoyados en la barra, sin intercambiar parecer alguno. Bromea conmigo el camarero, me pregunta si el tubo que le he pedido lo quiero vacío, sin más, o lleno de cerveza. 

En los bancos las buenas gentes toman la fresca. Me miran con extrañeza. Seguro que piensan de qué institución psiquiátrica se ha escapado este tipo que lleva la casa a cuestas y días sin peinarse, y en su rostro se aprecian las horas de sol y de sudor, y en sus ojos el itinerario que se hace para no volver a ser el mismo que uno era cuando partió. Saludo al pasar. Me devuelven el saludo. Mi impresión es la de regresar a mi cotidianidad estival cuando niño. Me pregunto quién soy realmente y evoco para mí los versos de Alberti: “¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?”

Hoz de Búcar
La Hoz de Búcar me cautiva. He de imponerme no detener mi rumbo demasiadas veces para tomar fotografías, lo haría a cada instante, con cada nuevo metro de carretera. El silencio es, además, sobrecogedor. Me apena ser consciente de que, en nada, quedará atrás la garganta, se abrirá de nuevo el terreno y regresarán cerrados bosques de coníferas, abiertos prados destinados a forraje y las sabinas rastreras en los pastos destinados al ganado. Un ratonero espléndido me da la bienvenida a estos parajes. Griegos finalmente.

jueves, 27 de octubre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Mirador de la Portera-Griegos (I)

Una luz escueta y vacilante interrumpe mi sueño. La pequeña ventana de la habitación en la que he dormido no le permite ir a más en el interior. He dormido a ratos. Un roedor, puede que algún escarabajo de la madera, ha estado dándose un buen atracón justo debajo de donde yo me había echado a pernoctar y su rosigar infatigable, en la densa penumbra del refugio, ha logrado despertarme en demasiadas ocasiones.  El resto del tiempo, soy terriblemente consciente de que mi sueño no ha sido en absoluto profundo. Con el anuncio del nuevo día decide retirarse a descansar y hacer la digestión y ese respiro que me concede, lo aprovecho para dormir algo más.

El refugio del Mirador de la Portera es una pequeña mansión. Todo lo que un cicloturista pudiera desear, el edificio lo tiene. Dispone de salón-comedor con un enorme hogar en el que poder acometer la preparación de las más exquisitas viandas y junto al que poder mantener una reconfortante charla y prevenirse del frío. También, de un amplio dormitorio en el que, a modo de literas, a la pared se han fijado varios troncos partidos por su mitad sobre cuya superficie plana uno puede echarse a dormir o, simplemente, descansar y en el que hay una pequeña estufa cilíndrica de hierro, con el cometido de impedir que sus ocupantes fenezcan congelados durante las ásperas noches del invierno serrano.

Refugio del Mirador de la Portera
Anoche se escuchaba la larga voz del cárabo. Zorzales charlos y mitos han acudido a los prados que circundan el refugio para darme los buenos días bien de mañana. Voy donde las cuarcitas, a revisar los mensajes del móvil y a disfrutar de esta vista por esa última vez. Cuesta creer (es un decir) que el suelo que piso, a 1750 metros de altura sobre el nivel del mar, fue hace unos 500 millones de años, en el Ordovícico, una plataforma marina en que se acumulaban las arenas y los lodos producto de la erosión, de los inquietos agentes geológicos, sobre ese gran continente que fue Gondwana. Si bien, una vez puesto en canción, no tan difícil (otro decir) imaginar que los artrópodos primigenios que llenaron mi infancia de ensoñaciones fantásticas reptaron por el cuarzo que hoy aflora. Especies de trilobites que dejaron su impronta en el fango marino, surcos producto de su particular caminar cuyos moldes, supuestamente fáciles de encontrar en estas rocas ordovícicas, reciben el nombre de cruzianas.

Cabras de mañana en el Mirador
Tengo poco que hacer aquí. Recojo los bártulos y marcho. Atravieso el prado donde apenas unos minutos antes un rebaño de cabras domésticas salían de su ayuno dando buena cuenta del herbazal y de los brotes tiernos de las ramas, de los pinos silvestres, más cercanas al suelo. Regreso a la pista forestal que ayer tarde me condujo hasta estos pagos y pongo rumbo a Griegos. 

Supero sin contratiempos lo que me resta de subida. Suelo silíceo: arena suelta y la rueda que pierde agarre y gira en el vacío y mi esfuerzo que se despilfarra, inútil. Si bien, mejor ahora que a las siete de la tarde. Voy sobrado de fuerzas.

Peligro, ganado bravo
Una cerca delimita una porción de monte en que ganado bravo, según sostiene el letrero, anda suelto y es preciso andarse con cuidado. Paso confiado el canadiense, las barras tumbadas sobre el suelo disuaden a los bóvidos de abandonar el cercado y suponen un magnífico invento para ahorrarse la portera e indeseados escapes cuando alguien olvida cerrarla. Paso confiado, soy vegetariano y no tienen nada contra mí, no habrá problemas.

Prosigo. Tomo velocidad; la pista desciende y culebrea por entre los pinos vigorosos. A esta altitud, entre los 1.500 y los 1.900 metros, están en su salsa. Siento las esquilas en la distancia, pero no veo ni un solo animal. Éste ha sido siempre un territorio muy antropizado en que la ganadería ha jugado un papel sustancial en su economía desde antes de que fuese integrado al reino de Aragón en 1284 por Pedro III. 

Cercado para el ganado entre el Mirador de la Portera y la carretera A-1512
De la lana vendría su esplendor económico durante la Edad Moderna, como así atestiguan los grandes edificios civiles y religiosos de la época y las huellas que, en el paisaje, han dejado estas actividades, a pesar de la despoblación atroz que sufre este territorio y que a nadie parece preocupar ahí arriba, en las instituciones aragonesas que capacidad tuvieron, sin embargo, en otro tiempo, para redactar fueros y cartas puebla que favorecieran consolidar el número de almas de estos, y de otros, agrestes lugares en Aragón. Así dicen las Cortes de 1451: siempre habemos oído decir antigament e se trova por experiencia, que atendida la gran esterilidad de aquesta tierra e pobreza de aqueste Regno, si non fues por las libertades de aquél, se irían a vivir y habitar las gentes a otros Regnos e tierras más fructíferas. 

Un territorio ganadero desde antes de ser integrado al reino de Aragón en 1284
Y tanto va el cántaro a la fuente que de bruces me doy con unos corrales que, deduzco, son empleados para marcar el ganado cuyas esquilas escucho en la distancia impenetrable del pinar albar. Afoto las instalaciones. Hago equilibrios encaramado sobre el murete para buscar ángulos imposibles de encontrar en pie, sobre el suelo. ¡Qué buena honra me hubiese hecho un gran angular! ¡Incluso un ojo de pez! 

Cancela afotada desde el equilibrio que proporciona el murete
La pista desemboca en el asfaltado. Tomo el sentido que considero correcto. En muy breve tiempo las señales de tráfico me indican que voy hacia Orihuela y Bronchales. Me río por no llorar. Toca que desande lo andado, o mejor, que descicle lo ciclado. Vuelvo a detenerme. ¡Voy a llegar a Griegos a las diez de la mañana! ¡Qué diantres voy a hacer el resto del día! 

Me replanteo la situación. Saco el mapa. Ya está, me voy a Noguera y luego a Tramacastilla. A lo tonto modorro van a ser unos 50 kilómetros, que ya parece más lógico para una jornada de pedaleo completa, en condiciones. Vuelvo a desciclar una parte de lo ciclado. Me cruzo con un ciclista de carretera con el que me he cruzado previamente y el pobre hombre debe alucinar pepinillos al verme. Me pienso tonto de capirote. 

Puerto de Noguera, 1.695 metros
Puerto de Noguera. Un poco de chiste, no he subido prácticamente nada. Eso sí, ahora toca descender un buen pedazo hasta Tramacastilla, situada a 1.260 metros sobre el nivel del mar, y volver a subir hasta Griegos, a 1.601, una de las poblaciones a mayor altitud de la Península, para pernoctar. Y he dormido por encima de los 1.700. Esto va a ser un sube y baja de no te menees y voy, todavía, sin desayunar. Esta claro que no sólo de pan vive el hombre.

La carretera del Puerto es un rímel asfáltico que se corre sin que nadie lo remedie y que provoca vergüenza al seguir su desastroso trazado atascado de baches y de parches, fuera de la hipnosis que el espléndido horizonte impone, . Las autovías que profundas heridas ocasionan en el paisaje, por las que rápido se llega, rápido se marcha. Pero estas infraestructuras ojerosas anteceden a la muerte. Siento pena por este país chiquito que parece abocado a desaparecer si sus gentes no se rearman. Y me apena mucho más ser consciente de que, para la mayoría de preguntas, no tengo respuestas. 

Esas ojerosas carreteras de Teruel
Fuera del pinar, superado el puerto de Noguera, a la derecha indica la señalización, la Peña del Castillo. Es un promontorio rocoso del que, parece, pueden obtenerse bellas vistas. Me salgo de mi ruta y dejo la bicicleta en su base para comenzar la trepada por la roca. No hay peligro, aunque habré de parar cuenta no vaya a ser que la líe. Voy solo, nadie demandaría ayuda si caigo. 

Llego arriba con resuello de sobra. Me siento un rato en el pitón volcánico a contemplar lo que se extiende a mis pies. La vegetación es abierta y marojos de pequeño porte abren sus ramas a los aires y a las lluvias del cielo, en la base de la formación volcánica, entremezclados con los pinos. Los abisales orígenes de la Tierra me golpean de nuevo, el cono volcánico relleno de lava solidificada expuesta por la erosión me colocan nuevamente en mi lugar.

Peña del Castillo
Tomo varias fotografías con el automático de la cámara. El que me sucede pensar, es el mejor lugar para emplazarla, sobre la roca, me resulta inseguro; si esbara la cámara rematará decenas de metros más abajo, hecha añicos. Apostaremos por no jugar con fuego. 

Una vez he terminado de tomar fotografías, satisfecho de lo contemplado, desciendo con precaución. Sigo viaje hacia Noguera de Albarracín. Es un veloz y divertido descenso.  Llegó sin hambre a pesar de no haber probado bocado esta mañana. Y tan sólo tomaré café.

Noguera de Albarracín

lunes, 24 de octubre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Orihuela del Tremedal-Mirador de la Portera

El destino no tiene importancia. Lo que sí, lo que verdaderamente la tiene, son las emociones que asediarán al viajero en su viaje. Y éstas van a depender de las piezas con las que éste se ha, o ha sido, construido. Del modo en que fueron sus ilusiones devastadas y hechos añicos sus sueños y de la magnitud con que supo levantarse, con que se impulsó para desarrollar otras renovadas ilusiones y otros sueños de nuevo cuño. De los demonios interiores que hubo de doblegar y de los enemigos exteriores que trataron de doblegarlo. Y de cómo nacía y se ponía el sol en los lugares en que se formó y de dónde venían las palabras con que lo educaron. El viaje imponente puede comenzarse en el patio trasero y alcanzar apenas unas manzanas. Por eso no hubo en mis alforjas billetes de avión, porque una parte importante de lo que iba a resultar el trayecto la llevaba yo ya, de serie, conmigo.

Decidí, hace unos meses, inscribirme en el curso de Botánica práctica, de la Universidad de Verano de Teruel, con título La flora y vegetación del Sistema Ibérico Oriental, que se imparte en Orihuela del Tremedal. He leído varios libros de botánica y he estudiado varios manuales, pero adolezco de soltura a la hora de identificar especies empleando una clave dicotómica. Inscribiéndome en el curso pretendía solventar el inconveniente. 

Achillea millefolium
Tengo un problema con los organismos vivos que no se mueven. Me propongo mejorar en su identificación. Tomo prestados libros para ello en la biblioteca pública. Compro otros a mis libreros favoritos. Salgo al campo y cuando empiezo, en tomar una hoja, examinar un tallo, desgranar una flor y estudiar todo con mirada bien atenta, cuando me inicio en la liturgia, en ese preciso entonces, algo se mueve, ya sea en el cielo, entre la espesura, en el tallo que un segundo antes examinaba, confiado en que era el día… y ¡ya la hemos fastidiado! fin de la jornada botánica y vuelta a la búsqueda faunística. Y así, de continuo. 

El curso me permitió, no obstante, centrarme bastante unos días, si bien no impidió que, de vez en cuando, se me fuera la atención hacia donde no debía írseme. 

Siempre se mueve algo entre las páginas
Su último día, se clausura el curso a eso de las siete de la tarde. Ya no puedo más, son muchos días de sedentarismo. La bici ha dormido a buen recaudo y estará, convencido estoy, tan impaciente como yo. Estos cuatro días de curso, apenas unos paseos de apenas unos centenares de metros por las inmediaciones de Orihuela recolectando especies para su identificación. Tardes enclaustrados, dejándonos los ojos en la lupa binocular, en íntima compañía de las claves dicotómicas. Comidas, cenas con los demás compañeros del curso, ni un segundo de soledad. Es hora de regresar a la carretera. 

Se clausura el curso a eso de las siete de la tarde. Foto de grupo. Subo a la habitación y recojo los bultos. Voy cargado como una mula. De no haber un curso, con alumnado de por medio, habría traído menos ropa, pero me preocupa la pituitaria de mis semejantes. Uno es buena persona, qué le vamos a hacer. Nos han dado, para terminarlo de arreglar, unos apuntes en el curso. Éramos pocos y parió la abuela, más peso. Y aun con lo bien pertrechado que voy, he de conseguir un mechero o no cenaré.

Río de bloques
Se clausura el curso a eso de las siete de la tarde, consigo un mechero, me despido de varias personas con las que he tenido contacto estos cuatro días, aquí en Orihuela, y marcho, como alma que lleva el diablo, gritando el regocijo que me invade por el regreso a la carretera. Adelanto varios automóviles que descienden conmigo la pendiente, exultante como estoy me entorpecen. Pero no les increpo por su lentitud.

Tomo la carretera y, más tarde, el desvío, la pista forestal. Y rompo.

Las abrazaderas que sujetan el portabultos al cuadro de la bicicleta, mucho me temo, me van a dar el viaje. No soportan tanto peso. Ahí iba la primera. Llevo de repuesto, me lo barruntaba. Pienso en continuar subiendo e ignorar la avería, he parado cuenta de casualidad. Es de día todavía, tengo tiempo antes de que marche la luz. Me da una galbana parar y desmontar el contubernio que tengo montado con el equipaje que para qué. La herramienta va en lo más hondo de una de las alforjas. En fin, haremos las cosas bien para variar. 

¡Guarda qué cuadro! Todos los bultos extendidos por mitad de la pista. Suplico para mis adentros, que no pase ahora ningún vehículo de dimensiones mayores que las de una bicicleta. Menuda se va a liar si pasa. No pasa. Menos mal. Termino la sustitución de la pieza desgarrada, recojo todo, lo ordeno tal y como ha llegado hasta aquí y continúo la subida.

En nada se abre el pinar y los prados indican la proximidad del refugio. Estuve aquí no hace demasiado y tuve claro que quería, precisamente aquí, pasar la noche. De ahí esta fuga hacia adelante, este recorrerse apenas unos kilómetros con el sol ya en retirada. 

Refugio en el Mirador de la Portera
Apoyo la bicicleta en el refugio. Paseo en derredor. Admiro el paisaje. Las cuarcitas co-responsables de los ríos de bloques tienen aquí un afloramiento, un elevarse insolentes contra un cielo hermosamente azul, contiguo al mirador de madera que posibilita elevarse por encima de las densas copas de las coníferas. Horas tengo por delante para estar solo. Suerte que la mayoría de las cuentas, que en su tiempo tuve conmigo mismo, están ya saldadas. 

Paseo hasta que se va la luz. Meto la bicicleta en el refugio. Cocino, si se puede llamar a eso cocinar, una de esas ponzoñas precocinadas que transporto por comodidad. Hambre no tengo demasiada. Pero echarme algo caliente al cuerpo es inestimable. La temperatura ha dado un vuelco significativo. Sin nubes en el cielo, el calor se escapa tan rápido como rápido llega. Puedo leer un rato pero no tengo gana. Paseo algo más fuera del refugio. Voy donde el afloramiento de cuarcitas, es el único sitio donde sé que hay cobertura. Es como volver a finales de los ochenta y principios de los noventa, a la cabina telefónica en el pueblo, pero sin verse en la obligatoriedad de aguardar tu turno. Cómo echo en falta aquellos teléfonos colectivos y la forma en que las cosas se hacían entonces. 

Afloramiento de cuarcitas, al fondo Orihuela: cabina telefónica, mirador de estrellas
Salgo afuera del refugio otra vez.  Me siento a mirar el cielo. Las estrellas me susurran inconfesables secretos que no relataré aquí. Historias de cazadores protegidos por la magia de sus visiones y de osos magníficos que, en su huida, se brincaron al país de las estrellas. Narraciones de sociedades secretas de danzantes que bailaron con un ímpetu tal, con una intensidad tal, que se elevaron por encima del bosque y de las cimas inaccesibles de las más altas montañas y giran en su danza allá arriba, rutilantes todavía.

Y así, embriagado por la noche infinita viene el sueño y, ya adormilado, marcho a dormir.