martes, 10 de mayo de 2016

Sollavientos, el Acebar de La Mezquitilla y Susín

Igual, del mismo modo en que, durante mi viaje a su regazo, el Sollavientos hizo nacer en mi interior un alguien desconocido para mí, que quizá nunca debió aparecer, pero que lo hizo finalmente, las espesas y viscosas umbrías que suceden en algunos recovecos orográficos de La Mezquitilla, hicieron nacer en sus adentros un acebar inesperado. Del todo inusuales en las latitudes aquellas, los acebos quizá tampoco debieran jamás haber estado allí, entre los continentales pinos a medio mediterranearse del interior recóndito del Teruel olvidado, pero estaban.

El verdísimo herbazal del Sollavientos humilde me llenó de luz y convocó los aires precisos para que, en mí espíritu irredento, se desplegara una imparable nostalgia alegre, inesperada frente a un paisaje que mis ojos de soñador empedernido hollaban por vez primera. Así, he de imaginar, los resquicios entre los pinos otorgaron a la aquifoliácea el margen exacto para elevarse desde la nada del estrato inicial, en un emplazamiento que no le correspondía. En las punchantes hojas acharoladas del acebo, yo bebí de esa grácil plegaria eurosiberiana. 

Cantó Gardel que si todo él lo daba, en cada vuelta iría dejando pedazos de corazón. No pensó el porteño que a un tiempo otros pedazos irían incorporándose. Quién sabe, quizá yo ya había estado antes en el Sollavientos, no de golpe, por supuesto, a golpes, por fascículos, por entregas. De algún modo ininteligible para mí, tuve antes sus aromas entre mis dedos y sus tonalidades fértiles, igualmente antes, entre mis pupilas, así como el paso perezoso de los bóvidos rumiándose sin prisa, como si el paleolítico fuera algo más que un recuerdo casi perdido y todo el tiempo conocido, y por conocer, estuviera a su disposición y pudieran saborearlo eternamente. 

Y quizá yo ya estuve en La Mezquitilla, si bien hasta entrada la mañana no lo supe, hasta observar las prímulas, las hepáticas, los chigüerros y las violetas desplegarse como manteles coloridos en días de fiesta, extendiéndose sin complejos por el acebar, todas ellas flores tan familiares y, sin embargo, tanto tiempo ausentes de mi mirada y tantas horas extrañadas, con hondura, a causa del dilatado periodo de incomprensión y desánimo. ¿Qué latitud cercana era aquella por la que se distraían mis pasos? ¿Qué altitud conocida aquella de la que se alentaban mis pulmones?

Entonces, entre los acebos inéditos, recordé Susín, sus prados salpicados de pétalos, evadidos de néctar, y lo eché de menos; un vacío insondable se me devoró las entrañas. En la maraña vegetal, seguían en su canto los carboneros garrapinos, chiflando sin descanso entre las agujas de las coníferas tan antiguas, y las currucas carrasqueñas, voceando tras los zarzales intransitables menos antiguos. Se oían frecuentes los siseos cortos de los mosquiteros papialbos y los más prolongados, metálicos traqueteos de los escribanos soteños. Un averiado cráneo de corzo, con la borra todavía sujeta a las cuernas, me devolvió a la realidad cruda del lugar que habitamos: eres vérdugo o eres comida y, a veces, ambas cosas. Das, más que recibes, y el resultado no suele ser, casi nunca, del todo satisfactorio, sobre todo para la víctima.

Dudas soy, pero en esas dudas construyo mi templo. Su techo lo jalonan miríadas de estrellas, transitan por su piso corrientes cristalinas embargadas de pescados esforzados y fugaces efemerópteros, adornan sus muros sabinas, enebros y quercíneas de colosales dimensiones y, no sólo, también de proporciones más humildes. Ese templo va conmigo a donde me dirijo. Por eso ya fuí en el Sollavientos, antes de horadarlo por vez primera, y fui antes en La Mezquitilla. Por eso, también el milagro del acebar en el interior del Teruel a medio mediterranizarse, donde quizá no me correspondía estar, pero donde sí estuve.

Valle de Sollavientos

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