jueves, 6 de octubre de 2016

Agua

De ella venimos y a ella habremos de regresar. Cuando el telón caiga, en terminar el último acto, y la tierra nos envuelva con esa dulzura implacable en sus brazos húmedos. 

No nos convertiremos en polvo, sí en indisoluble parte de los saprófitos jinetes de la renovación. Y al igual que, en gran medida, agua nosotros somos, en los inimitables descomponedores infatigables continuaremos siéndolo, en gran medida.

De ahí, nuestra implorante consternación en la ausencia de lluvias. 

De ahí, la necesidad nuestra de palpar su desplome efusivo invadiendo cada poro del paisaje sediento.

El efusivo desplome del agua.

Aun siendo, o precisamente por serlo, progenie del secano.


Quien ha tratado su diálogo sin prisa en los días de otoño, o en las alargadas jornadas de la primavera, y permitido que los tejemanejes de la piel se confundan en sus moléculas inéditas y sencillas sabe de lo que es capaz.

Quien ha danzado risueño en su desplomarse urgente, a instantes empedrado, con guarnición de relámpagos y estruendo en las insufribles tardes del agosto y ha visto hacerse cortinas de hielo las hormigas que afloran, reptan inmóviles sobre lo agreste de los labios en los eneros polares de Teruel, también es consciente.

Y el fulgor verde lagunar que resiste la aridez que este inconmovible cielo le ha impuesto, igualmente conoce. El verdor rutilante cuyos átomos son lluvia paciente, furibunda tormenta, impulsivo pedrisco o desinhibida nieve y que podría escribir, sobre la relación que entre ellos se sostuvo siempre, un poema inapelable.


El rutilante verdor que con acompañamiento de córvidos recorremos en la búsqueda de una señal inequívoca de que ella está ahí todavía, en algún recoveco que los estratos hayan olvidado cerrar al orbe, a pesar de no correr los canales, a pesar de que en el abismo cóncavo no ha habido noticia de ella desde meses atrás y de que no arropa su edredón líquido, desde meses atrás, la verticalidad definitiva de las aneas y los carrizos sobrevivientes.

Permanece y aguarda, ese vigor vegetal, contra pronóstico. 

A ver si asoma, si regresa. Se mira al cielo suplicante.

Pero afónicas e inmóviles, las nubes.

Quien sabe de lo que ella es capaz también se mira al cielo y se lo mira, igualmente, suplicante. Quien lo sabe en el Cañizar aguarda, además, su diálogo paciente como una promesa. La promesa de que la lluvia otoñal traiga consigo la cordura, ese idioma humilde y sin contorsiones que utiliza aquella para darse a entender, y así vuelva al agua a arropar los extensos carrizales con su edredón acuático y, de nuevo, a convocar, multitudinarias, a todas sus aves.

Y, con ellas, el mágico ronco-grave griterío de los avetoros que hoy tantísimo se extraña.

Ese idioma del agua.


2 comentarios:

  1. "La promesa de que la lluvia otoñal traiga consigo la cordura" a este lugar y a otros tantos...
    ¡Qué así sea! y tus palabras sirvan para ello.

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    1. Que nos la traiga, sobre todo, a los responsables de que esté todo manga por hombro. Y que sirvan mis humildes palabras, u otras, la cuestión es que esa cordura tan necesaria llegue pronto. Gracias por el comentario.

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