jueves, 3 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Mirador de la Portera-Griegos (II)

Este viaje es de despedida. A La Maga le queda poco camino que recorrer, se ha ganado un digno retiro. Son casi veinte años juntos, ha sacado siempre lo mejor de mí y me ha hecho inmensamente feliz en todas y cada una de las carreteras y en todos y cada uno de los caminos que hemos recorrido juntos. Los recuerdos bullen en mi cabeza. Las proezas del pasado, los momentos duros cuando flaqueaban las fuerzas y las risas y las canciones, cuando no, todo aflora en esta soledad que me he autoimpuesto y que es uno de los principales atractivos de este viaje. En esta bicicleta sin parangón me he hice una parte importante de lo que ahora soy. Necesitaba rencontrarme conmigo mismo. La guinda a casi dos décadas de carretera está siendo sensacional.

Puerto de Tramacastilla, 1.395 m.
Descender toca. A continuación, breve ascenso para darme de bruces, de esas maneras, es cierto, con la señal emplazada en el más elevado punto de la carretera entre Noguera de Albarracín y Tramacastilla. He pasado de la cuenca del Noguera a la cuenca del Guadalaviar. Podría seguir su curso hasta la ciudad de Albarracín y luego hasta Gea de Albarracín, pero pronto terminaría mi visita a estos paisajes serranos de ser así y es algo que no deseo. A la entrada de Tramacastilla una pequeña ermita me recibe. Me retrotrae a las de idéntica construcción que abundan por la sierra de Gúdar y que me sirven para bromear con Deme: “¡pues no sois poco espabilaus los de Gúdar, que construyendo todas las ermitas del mismo modo, os ahorráis pagar un nuevo proyecto cada vez!”

Ermita en Tramacastilla
El cubículo oracional ocupa una superficie similar al porche. Me poso un rato a la certera sombra que éste ofrece a reflexionar. Cuento con la ayuda inestimable de la canción que entonan las hojas de los chopos, al ser agitadas por la brisa del mediodía. 

Todavía hace calor, es hora de comer. Echaré un vistazo por el lugar. El yeso rojo impregna las fachadas, el óxido de hierro enaltece la sobria arquitectura del lugar. Robustos, los edificios presentan en sus ventanas imponentes forjados. La teja árabe culmina las edificaciones. 

Como aquí, en el bar de la plaza, sentado bajo una carpa que aligerará los rayos del sol. Pido cerveza, cómo no. Fría. Es lo único que ahora se me antoja como un deseo absoluto. Pido también un bocadillo de queso. El tipo del establecimiento, amable, me pregunta si lo quiero con tomate untado en el pan. La duda ofende, por supuesto que sí. Me tratan bien, muy bien. 

Tramacastilla
La parroquia local charra sobre la crisis económica y todo el mamoneo que ahora es puntualmente hecho público por los (nunca suficientemente bien ponderados), medios de comunicación. Tienen las cosas claras. En el Teruel tradicionalmente austero, y por los tradicionalmente austeros turolenses, es difícil comprender qué es lo que ha sucedido, a qué cuento la deuda externa ha adquirido las proporciones que ha adquirido y qué necesidad tenían los imputados de meter la mano donde no debían. Me reconcilia algo con mis semejantes escuchar la conversación.

Mientras doy cuenta del bocadillo, un licénido, una pequeña mariposa que pasa habitualmente desapercibida, me obsequia con sus diminutos topos y sus colores metálicos, con sus negros ojos embriagadores. Mi abuela me enseñó, a su manera, imagino que como educan las personas sencillas, a amar la modestia y lo modesto, a encontrar la belleza en las cosas inapreciables.

Barranco Hondo
Tomo café en el interior, sentado en la barra. Leo el Diario de Teruel. Pienso en este país vacío. Pienso en cómo será venirse aquí en lo prieto del invierno. Me aterra ser perfectamente consciente de la respuesta a las cavilaciones que me asedian. Marcho.

Otra vez cara arriba, esto es un sinvivir. Durante la fiebre del oro en California, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, mulas hubo que cargaron menos peso del que yo cargo hoy. Buena rocha, así, sin calentar y recién comido. ¿Quién dijo miedo? 

De juguete parece ya Tramacastilla encaramado aquí arriba. Sigo el curso del río Guadalaviar, a mi izquierda quedan los estrechos que éste ha excavado en su discurrir ancestral: Barranco Hondo. La subida no es un caramelico, pero la pendiente es constante, lo que me resulta una inestimable ayuda a la hora de adaptarme a un ritmo de pedalada cadencioso que va a permitirme el resuello mínimo como para poder admirar la labor del agua en el modelado de este paisaje calcáreo. Pinos negrales salpican las laderas, un bosque abierto y ceniciento.

Puerto Alto de Calamocha, 1.550 m.
Alcanzo un conciso altiplano en que la conífera ha cedido su cetro vegetal a la sabina rastrera. Amarillea el herbazal, la primavera y el principio del verano han sido demasiado secos, incluso a estas altitudes. Tras llanear varios cientos de metros me topo con la indicación de puerto: Alto de Calamocha. Esto sí que no me lo esperaba. Una risa tonta se apodera de mí y he de parar a terminar de desombligarme por lo hilarante de la situación. ¿Quién pudo concebir algo así? La toponimia es caprichosa, sin duda. El nombre del lugar viene del árabe, de Qal’at Musa, que significa fortaleza de Musa (y esto vale también para Calamocha-ciudad, fundada por este tipo, por este Musa, Musa ibn Musa, que diría James Bond). 

Musa ibn Musa, de los Banu Qasi de toda la vida, llamado también al Qasaw (el Grande), vivió en el siglo IX y fue gobernador (bastante de liarla parda, por lo visto), de lo que hoy es Tudela, Huesca, Zaragoza y Lérida. Su padre se decía Musa ibn Fortún y su madre Oneca, quien fue viuda de Íñigo Jiménez y madre del futuro rey Íñigo Arista de Pamplona, así que Musa ibn Musa fue hermanastro de éste (aquello debía ser un contubernio que para qué). Según Jerónimo Zurita (que tiene un instituto con su nombre en Zaragoza por su condición de cronista mayor del reino), en sus Anales de la Corona de Aragón, fueron nuestros reyes, los aragoneses, los de la Casa de Aragón, descendientes del rey pamplonés y es esta la razón de que su cruz, la de Íñigo Arista, una cruz patada apuntada en su brazo inferior y de plata, sobre fondo azul sea uno de los cuatro cuarteles del escudo de Aragón. 

Puntal del Norte
Prosigo camino. Las parideras en el altiplano diminuto recuerdan el ancestral uso ganadero de estos lares. Pierdo, otra vez, altura. Los estrechos no son ya tan estrechos, si bien continúo siguiendo el curso del Guadalaviar. A mi derecha, en un paraje que los mapas reconocen como La Solana, un hermoso rebollar me impone detenerme para confirmar el verdor sucinto de sus hojas, considerablemente menos amplias que las que, bravos, los marojos lucían en las proximidades de Bronchales, en la carretera que conduce a Sierra Alta, en su porfía con el pino silvestre. Y frente a los Quercus faginea, testigo de su botánica embriagadora, se yergue el soberbio farallón calizo Puntal del Norte. Qué hermoso lugar inesperado, pienso entre mí.

En la distancia, Villar del Cobo me resulta de una belleza que deslumbra. Su skyline intimida mis lágrimales y sus alineados edificios, como mostrando respeto a quien por la carretera se aproxima, obnubilan mi entendimiento. Incapaz soy de explicar cómo deje pasar tantos años para dejarme caer por estos magníficos lugares. Tras la torre de la iglesia se adivina la Hoz de Búcar, estrecho por el que me encaminaré para llegarme a Griegos. Unos hombres de más de mediana edad replegan la paja y la suben a un pequeño remolque, qué magnífica oficina.

Villar del Cobo
En el bar de Villar del Cobo me detengo a echar otra cerveza. Es julio y no evito otra vez idéntica escena: la edad media de los jugadores de naipes distribuidos por las mesas del establecimiento supera la de la jubilación. Dos zagales más jóvenes beben zumo y refresco apoyados en la barra, sin intercambiar parecer alguno. Bromea conmigo el camarero, me pregunta si el tubo que le he pedido lo quiero vacío, sin más, o lleno de cerveza. 

En los bancos las buenas gentes toman la fresca. Me miran con extrañeza. Seguro que piensan de qué institución psiquiátrica se ha escapado este tipo que lleva la casa a cuestas y días sin peinarse, y en su rostro se aprecian las horas de sol y de sudor, y en sus ojos el itinerario que se hace para no volver a ser el mismo que uno era cuando partió. Saludo al pasar. Me devuelven el saludo. Mi impresión es la de regresar a mi cotidianidad estival cuando niño. Me pregunto quién soy realmente y evoco para mí los versos de Alberti: “¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?”

Hoz de Búcar
La Hoz de Búcar me cautiva. He de imponerme no detener mi rumbo demasiadas veces para tomar fotografías, lo haría a cada instante, con cada nuevo metro de carretera. El silencio es, además, sobrecogedor. Me apena ser consciente de que, en nada, quedará atrás la garganta, se abrirá de nuevo el terreno y regresarán cerrados bosques de coníferas, abiertos prados destinados a forraje y las sabinas rastreras en los pastos destinados al ganado. Un ratonero espléndido me da la bienvenida a estos parajes. Griegos finalmente.

2 comentarios:

  1. Gracias por un relato interesante y muy entretenido, besos
    Virginia

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    1. A ti Virginia por leerlo, apreciarlo y dejarme un comentario. Besos.

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