miércoles, 16 de abril de 2014

Navatas en A Espunya

Los maldita modernidad también se llevó a las navatas y a los esforzados montañeses que las construían y navegaban. Estos no sólo tallaban los trallos, también ramas de sarga, un arbusto de la familia de los sauces, con las que, tras ser retorcidas y remalladas, se obtenían los verdugos cuyo destino era atar los trallos en uno o más trampos. El resultado era una plataforma de gruesos maderos, fabricada sin emplear una sola punta ni un solo tramo de cuerda, sobre la que se navegaban los indomables mayencos de los ríos pirenaicos en la primavera. El propósito del peligroso viaje no era otro que conducir la madera, para su venta, hasta las poblaciones de tierra plana.

Los trallos ya preparados para conformar las nuevas navatas
La empresa tuvo, sin duda, dimensiones mitológicas. Bien se sabe hoy que la navegación es la forma menos costosa de transportar mercancías o personas, de ahí surgió la idea de construir canales destinados al movimiento de toda clase de artículos, incluido el Canal Imperial de Aragón. Los navateros lo supieron desde siempre, aprovechando la fuerza del agua para entregar la madera cortada cada año a sus compradores sin infraestructuras viarias de ningún tipo ni combustible; hicieron de la necesidad virtud. El último de estos peculiarísimos navíos llegó a Tortosa a finales de la década de los cuarenta del siglo pasado, sus ocupantes habrían de volver a la montaña a pie para no volver a descender nunca más los mayencos primaverales a bordo de una navata. La construcción de pantanos y saltos hidroeléctricos los relegaría al olvido, hasta que las buenas gentes del Sobrarbe recuperaron este oficio hacia mil novecientos ochenta y cinco, secundándose pronto la iniciativa por montañeses de los otros dos grandes ríos del Pirineo aragonés. Hoy, navateros del Cinca, del Gállego y del Aragón se reúnen cada año para construir tres navatas, una para cada uno de los tres grandes afluentes del Ebro, rememorando las increíbles proezas que acometieron sus antepasados primavera tras primavera.

Atos de ramas de sarga esperan a ser retorcidos
A principios de este mes la convocatoria fue en A Espunya, en el viejo Condado del Sobrarbe. Fieles a su cita, navateros y navateras de todo el Pirineo se pusieron a la tarea de retorcer los verdugos que, una vez remallaus, tendrán la suficiente flexibilidad como para ser utilizados como cuerdas y ser pasados por los foraus, barrenados en las mortesas, para unir los trallos entre sí y formar los trampos. Intentando aprender sin éxito, metiendo la pata una y otra vez a pesar de las claras y atentas explicaciones de los navateros, no podía evitar pensar en la ancestral tradición de la que estaba siendo privilegiado espectador y en todas las cosas que nos ha traído el progreso y en las que, es bueno no olvidarlo, se ha llevado consigo. En incuantificable valor que tiene el logro de impedir que algo así desapareciera sin remedio. Y en si hubiera sido posible otra modernidad, una que no hubiera sacrificado las navatas ni tantas otras manifestaciones de lo que fuimos en tiempos. 

Retorciendo uno de los verdugos ayudándose de un forau barrenado en una de las dos mortesas practicadas en el trallo. 
Ningún paisaje puede entenderse sin las gentes que lo hicieron posible, así como la matorralización y pérdida de calidad forestal de las selvas pirenaicas no pueden comprenderse sin prestar minuciosa atención al desaparecido legado de aquella soberbia estirpe de marineros fluviales que, de un modo u otro, sobreviven en la admiración de los navateros actuales por su herencia cultural y hacen su descenso cada primavera, con ellos y ellas, por los tres grandes ríos de las montañas del norte de Aragón. 

Monumento a los navateros del Sobrarbe en A Espunya
Forau: agujero
Mayencos: crecidas primaverales de los ríos provocadas por el deshielo
Mortesas: rebaje en los troncos en que se practica los agujeros por donde se pasarán los verdugos para atar aquellos entre sí.
Remallar: proceso por el que se termina de dar flexibilidad a las ramas de sarga para utilizarlas como cuerdas.
Trallos: troncos.
Vérdugos: ramas de sarga.

jueves, 3 de abril de 2014

Arañas tigre

A cualquier persona en sus cabales le daría un soponcio de toparse con una araña tigre. Yo no debo estarlo: en su compañía jamás he sufrido uno. De hecho, he de admitir que estos enormes arácnidos me fascinan. Paso tiempo y tiempo observándolos absorto, admirando sus formas y tonalidades y tratando de obtener la mejor instantánea posible, dadas las limitaciones de mi equipo fotográfico. Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que las Argiope –A. bruennich, A. trifasciata y A. lobata-, son unas arañas que no pasan, en absoluto, desapercibidas, ya sea por el tamaño de su resistente tela o por el suyo propio el cual, tomando en consideración la longitud de las patas, puede alcanzar un diámetro de unos diez centímetros. Pero, sobre todo, no lo hacen por sus colores, por los que reciben el apelativo de arañas tigre.


La primera vez que oí hablar de uno de estos arácnidos fue por mi buena amiga Nuria, la pobre se había dado de bruces con una hembra de Argiope bruennichi en el hortal –los machos son muchísimo más pequeños, lo del patatús es complicado con ellos-. Cuando pudo sacarse el miedo del cuerpo, tomó una foto, la publicó en la red y yo ya no tuve paciencia con esperar a verla. Fui desafortunado, para mi desgracia el animal puso sus ocho patas en polvorosa antes del feliz encuentro. Algún tiempo después la alegría llamó a mi puerta en los sotos del Jiloca. Aquel tropiezo fue el primero de muchos, de tantos que ya no me parecen tan excepcionales las citas, aunque me sigan emocionando. 

El arácnido es de muy fácil identificación por el color amarillo de su abdomen, recorrido por negras líneas sinuosas que le dan el aspecto atigrado que luce, igualmente, en sus patas pardas con anillos negros. Construye su tela, en la que se tiende cabeza abajo y que es también sencilla de reconocer por el estabilimento –zigzag de tejido que refleja los rayos ultravioleta y que contribuye a asegurar las capturas-, entre las hierbas altas y húmedas cercanas a la ribera. Suelen tejerlas muy próximas entre si, siendo, en consecuencia, habitual ver más de un ejemplar en el mismo sitio, cada uno en su seda. Me aventuro a plantear la hipótesis de que el motivo sea aprovechar los “túneles” que permite la vegetación, por los que seguro transitan con frecuencia los insectos que habrán de servirles de comida. En otro estado de cosas, si nos ponemos exquisitos –muy exquisitos, es cierto-, en el anverso del abdomen deberíamos identificar las dos aberturas que delatan un solo par de pulmones y el epigineo –abertura genital femenina de las arañas- en forma de lengüeta característico de la A. bruennichi y que permite diferenciarla de las otras dos representantes ibéricas del género. Aunque para estas exquisiteces deben apasionarnos las distancias cortas, lo que obliga a superar importantes barreras, algo que no está al alcance de todos.


Una vez dejados atrás los días de buen tiempo, soy consciente de que mis encuentros con las arañas tigre pasaran a mejor vida. Mi tío, que se lo pasa pipa viendo como el urbanita de su sobrino se entusiasma hasta lo insospechado y da voces y reparte alaridos con cada ejemplar que tiene la oportunidad de ver, también habrá de buscarse otro divertimento. La promesa de la primavera nos obsequiara, sin perjuicio de lo anterior, con nuevas y emocionantes citas que habremos de celebrar como se merezcan.