jueves, 24 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-El Algarbe (I)

En diez minutos tengo todo recogido. Me ducho antes de salir, he de aprovechar las instalaciones. Tanta higiene acabará por matarme, me digo socarrón. Ya les he dicho a José y a Begoña que no cuenten conmigo, que iré a mi ritmo y si puedo participar de las orquídeas, algún rato, pues miel sobre hojuelas, en caso contrario, pues ajo y agua. 

Desayuno un café con leche y una tostada con aceite. Ayer no cené, no me apeteció nada echarme la mínima cantidad de algo al cuerpo; ya veremos cómo va el día. El tipo del hostal es correcto. No exterioriza sino un, aparente, enfado continuo. Quiero decir que es, en ocasiones, en mi opinión, demasiado serio. Luego, sin embargo, es atento a cuestiones a las que (soy demasiado consciente) no está acostumbrado: la bicicleta ha dormido bajo techo, ayer y hoy. Esto no es Zaragoza, en Griegos, a mi bici no va a pasarle nada por dormir en la calle, pero el detalle, para un cicloturista de alforja, no tiene precio. Contra pronóstico, al marchar me anima en mi viaje y ríe a mandíbula batiente, se le ilumina el rostro, tras decirle que así es “la vida del ciclista, si no vamos cuesta arriba, pues cuesta abajo”.

He estado a gusto mis dos días aquí, en el Hostal Muela de San Juan, me han tratado bien. Las más de las ocasiones, una joven del este que habrá venido aquí, como tantos otros vienen, persiguiendo una vida, presuntamente, mejor. Como hicieron mis abuelos en su momento, cuando el azafrán trajo los tractores y los tractores se llevaron el oficio del abuelo y hubieron de marchar a trabajar a Calahorra. La he observado trastear tras la barra, amagado tras un vaso de vino, y he pensado en los hijos que quizá sean ya suyos, o en los que quizá tendrá en el futuro, y me he preguntado si también ellos echan, o echarán, en falta la tierra de su madre como yo, tanto a veces, extraño la de mis abuelos. 

Villar del Cobo
Es genial la bajada desde Griegos hasta el desvío. Varios sapos aparecen, en destripe, sobre el gélido asfalto en la umbría.  Han sido atropellados la misma noche en que yo veneraba, con un respeto infinito, a la gran sapa que encontré en mi regreso de Guadalaviar. Muchas bajas provoca la carretera; recuerdo las bondades del ferrocarril, que jamás llegó a estas altitudes, y cómo se ha desvanecido su portentosa figura, abajo en el valle, hasta casi desaparecer. ¿Habrá corrido la sapa idéntico infortunio? Me apena la incertidumbre.

Se estrecha el paisaje. De nuevo las hoces calcáreas que anteceden a Villar del Cobo. Un viejo recoge manzanilla en la cuneta. Vuelvo a admirar la geomorfología del lugar, la roedora labor del agua de lluvia sobre el carbonato cálcico a lo largo de miles de años. Vuelvo a sobrecogerme con ese silencio insondable que rompe, tan sólo, la mecánica vieja y arguellada de mi anciana amiga metálica. Vuelvo a sentirme ínfimo, en comparación con la infinitud manifiesta del tiempo geológico, un sentimiento que me ha ido acompañando en este viaje reiteradamente. Vuelvo a sentirme ínfimo, pero pleno de vez. Y vienen a mi mente las palabras de Luther Standing Bear, aludiendo a esa gran fuerza unificadora que fluye a través de todas las cosas: las flores de la paramera, los vientos, estas rocas que me contemplan desde su altura, los árboles, los pájaros y los animales y, por supuesto, los seres humanos. Cuando alude, en ese libro que he leído y releído, de chico y de no tan chico, La Tierra del Águila Moteada, a la creencia de que todo está emparentado, pertenece a una misma familia, y que esto supone un principio irrebatible y absoluto. 

El paisaje vuelve a abrirse: Villar del Cobo. Ni veo, ni me doy de bruces, con el grupo de orquídeo-maniacos. Habrán marchado ya. Los veré en Frías. Sí que he confirmado mi asistencia a la comida, que es en un restaurante del lugar. 

Ser o no ser.
Villar está en un hondo: toca subir nuevamente. Al iniciar la rocha, un mastín, todavía cachorro, sube delante mío, no sin nerviosismo. Me mira con preocupación, vuelve su cabeza para vigilar mi paso, y lo hace en varias ocasiones. Luego se cambia de arcén, al izquierdo, y se gira de nuevo. No se detiene, no acelera su paso, pero gira su cabeza y me observa una vez más como preocupado. Al instante doblamos una curva y surge de la nada el rebaño que ayuda a pastorear. Un segundo mastín, adulto, nos ve llegar situado en el arcén derecho. También me obsequia con una mirada de sorpresa. Yo no me detengo, entre ambos perros paso acelerando la cadencia de mi pedaleo. El adulto levanta una de sus patas delanteras, adquiere una extraña postura defensiva, como de kung-fu, pero nada sucede. Pobre animal, creo que no tiene muy claro lo que se le viene encima. Quizá sea la primera vez que ve un cicloturista, con alforjas me refiero, cargado como una mula, con la casa a cuestas. Es una expresión de sorpresa con la que topo a menudo en este viaje, al atravesar los pueblos cansados, pero es la primera vez que me la encuentro en un perro. Paso entre los dos canes sin movimientos bruscos y me alejo poniéndome en pie en el velocípedo. Se rencuentran los canes y vislumbro, entre ellos, cierto cariño que yo echo en falta. Ninguno de los dos sabe, a ciencia cierta, qué los ha golpeado.

Subo. Lazadas y más lazadas van quedando atrás. El asfalto, sinuoso, atraviesa un pinar hermoso y la pendiente, no demasiado agresiva, me concede distraerme algo del esfuerzo y atender a la belleza consustancial a la naturaleza. 

El carboncillo y los pinceles del ganado responden por el paisaje
Supero la hondonada, atrás queda Villar del Cobo, cuya estampa me sedujo tan pronto me llegué a su periferia o tan pronto me alcanzó la imagen serena suya (con sus viviendas alineadas a la perfección y sus tejados ordenados cuidadosamente), los conos y bastoncillos, células visuales, que construyen mi manera de mirar. 

Un rato más tarde, me rebasan los orquídeo-maniacos. Tomaron café en Villar del Cobo y esta es la explicación de que no acertara a verlos a mi paso. José se detiene a mi altura y me explica la ruta que seguirán en su fructuosa búsqueda, por si me apetece seguirles (a mi ritmo, claro). Una vez concluye, ellos marchan. Antes Begoña hace un intento por que meta la bici en su furgoneta y me sume a la expedición mecanizada. Le agradezco el gesto, pero mi voluntad es firme. El día, con todo, va a resultar, en este particular apartado, sorprendente.

Charcas agonizantes y testimoniales campos interrumpen el pasto
Su primer objetivo es el nacimiento del río Tajo. Yo llego al desvío unos minutos después (la tracción animal es lo que tiene). Llevo un mapa turístico conmigo, el que edita AETSA, que me ayuda a comprender las indicaciones y conocer qué ruta, si decido seguir a José, Begoña y el resto de la tribu botánica, será la de hoy. Mi único objetivo es terminar en el camping de El Algarbe, lo demás me “sopla el bolsillo”. Miro el mapa: nacimiento del Tajo, luego valle del Cabriel: una pequeña vuelta para la que estoy físicamente más que preparado. Ojo, por pista, eso significa grava, piedras y arenas sueltas, los kilómetros no son comparables al recorrido por carretera, significará un mayor esfuerzo; la rueda girando en el vacío, mi cubierta no tiene tacos.

Me decido. Recuerdo la canción de Manolo: “cuando revientes, descansarás”. Ala pues, al nacimiento del Tajo. Qué pueden ser para mí, a estas alturas, diez kilómetros más, de ida, y otros diez, de vuelta. Si hay toros que están (y esto es una realidad constatable), en peor forma que yo. Lo pienso (somardismo al poder) pero no estoy, en absoluto, convencido. Las horas decidirán, las de músculos en tensión y sol en las mejillas y las de, abierto a los vientos, el corazón.

Tras una breve ascensión, el resto es llanear o descender. Aquí ha impuesto su carboncillo, y sus pinceles, el ganado; continúo empapado en el país de los trashumantes (un rebaño se alimenta en una suave ladera). Los pastos los interrumpen testimoniales campos de cereal. Y afloramientos mínimos de rocas calcáreas que, en el pasado, hubieron de ser el fondo de un mar profundo. Sabinas rastreras han ocupado el lugar que, en tiempos, quizás fue morada de carrascas y rebollos, sucumbidos ya al filo del hacha. Píceas, sí hay. Pinos silvestres imagino, por la altitud, con su estructura asalmonada probando a asediar los cielos. 

Nacimiento del río Tajo
Salvo el rebaño y su pastor, el resto del itinerario está libre de hombres y bestias domésticas. Desde las charcas que salpican los prados, amarilleados por un año particularmente severo, llega hasta mis oídos el canto rasgado de los batracios. Es el modo, quizá, de confirmar la sequedad omnipresente: cantan a un lodazal agonizante. Miro al cielo. Hoy tampoco va a llover y yo, que soy amarillo, deseo ser azul por un día.

Llego al nacimiento del Tajo, me temo, de milagro. He de decidir, en un par de bifurcaciones, por que camino continuar. Los pieles rojas somos así: nada de mapa, a dar rienda suela al instinto. El río Tajo se da a luz: esculturas de metal, enormes. Menuda novedad. Esta es la obsesión del hombre blanco, el rostro pálido ha de hacer muestra de su soberana estupidez en cualquier lugar, por recóndito que se encuentre. Éste, tampoco se ha salvado. Acaso no es, per se, bello el mundo ¿hay siempre que buscarle aditamentos innecesarios?

Miro el mapa y hago memoria. Repito entre mí, una por una, a conciencia, las explicaciones que me dio José Beneito cuando nuestro último encuentro. En apenas unos minutos estoy en el Cabriel. Es precioso lo que se observa desde la entrada al pequeño valle, siento como si cada hoja, cada rama, cada piedra, cada pájaro y cada suspiro del viento me trascendieran y me hicieran uno con el todo que se manifiesta mayúsculo en derredor mío. Mis compañeros orquideanos han de estar ahí abajo, me abalanzo, sin titubeos, a su encuentro. 

Entrada al valle del Cabriel

jueves, 17 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Griegos-Griegos

Aprovecho que el Guadalaviar pasa por Albarracín y me apunto a disfrutar de un fin de semana de orquídeas con quien se tercie. Me explico, AETSA, la Asociación de Empresarios Turísticos de la Sierra de Albarracín, organiza unas jornadas de orquideología en tres fines de semana. El último, que hoy comienza y mañana se clausura, está convocado en Guadalaviar, el pueblo, no el río. Así que decidí, en su momento, aprovechar mi paso por aquí y apuntarme al sarao y pensé, también en ese preclaro instante, dormir en Guadalaviar, y no en Griegos. Pero tocan campanas de boda; no hay alojamiento en el lugar, los convidados al casorio invaden hasta la última habitación disponible, así que pernocto en Griegos. Bien de mañana habré de desplazarme para tomar parte en la jornada de orquídeo-maniacos en Guadalaviar, no en el río, en el pueblo. 

Desciclo la dehesa, que ayer tarde ciclara hasta la ermita de la Magdalena, y prosigo recto, eludiendo el desvío a Villar del Cobo. Hago mi triunfal entrada en el lugar de convocatoria, en la plaza de Guadalaviar, con todos los asistentes a la fiesta ya en el punto de encuentro. Miradas de asombro. Qué bien me lo paso con estas cosas.

Saludo a Begoña, gerente de AETSA, a quien ya conozco del festival de El Pobo, quien está a cargo, en el apartado logístico, de la fiesta. Me alegra coincidir con Uge, al que tengo en gran estima. Cuyo trabajo admiraba ya tiempo antes de conocerle personalmente y cuya sencilla humildad, engrandece todavía más ese trabajo. Y conozco a José Beneito, que se va a encargar del apartado técnico del festejo, del que, desde meses atrás, sé pulular por el ciberespacio y que sabe mucho y, lo que es más importante, es más majo que las pesetas.

Caballos bebiendo en la fuente Feliz
Primera parada, fuente Feliz. He dejado la bicicleta candada en Guadalaviar y me he sumado a uno de los vehículos privados de combustión interna, hoy descanso. Recién descendidos de los autos nos recibe un puñado de caballos imponentes, un racimo de equinos magníficos cuya curiosidad acerca hasta nuestra posición. Beben agua. Beben el agua de la fuente y el paisaje queda reducido a su estructura magnífica. Ojos, no tenemos que para ellos. 

En el merendero de la Fuente nos presentamos, cada cual a su estilo y desde ese primerísimo segundo, a partir del que queda definitivamente conculcado el derecho al anonimato, claro queda quien va a dar la nota, sin descanso, lo que dure este tiempo en común. Y no voy a decir más porque a mí no me gusta hablar. El grupo es, sin embargo, heterogéneo y la diversidad es siempre bienvenida, aquí y en Sebastopol. 

Damos una paseo. Buscamos orquídeas, es obvio. Está todo más seco de lo que la fecha en el calendario gregoriano vigente haría presagiar. No ha llovido esta primavera ni en los tempranos días del verano. A pesar de la coyuntura climatológica, agradecido es el entorno y las primeras especies se asoman a nuestra mirada infantil con rapidez. Todos sacamos fotos. 

Dactylorhiza elata
Con todo el pescado vendido, regresamos a los vehículos y partimos en pos de otro lugar en que probar suerte. En algún punto de la Muela de San Juan aparcamos los utilitarios y almorzamos. Begoña, concienzuda defensora de todas y cada una de las virtudes de esta extremadura aragonesa, ha traído productos de la gastronomía local en un entrañable capazo de esparto: queso de Ródenas y pan, jamón y embutidos de Bronchales. El menú-degustación es de primera, lo que confirma la fruición con la que dan buena cuenta del mismo los comensales. En la parte que me compite, tanto el queso como el pan están para rechuparse los dedos.

Me maravilla que, en el desbarajuste demográfico que es la provincia de Teruel, sucedan, con inusitada frecuencia, estas personas enormes que aman la tierra en que viven y que trabajan, desde sus destrezas, y en la medida de sus posibilidades, para que deje atrás el estado de abandono en que se encuentra y pueda entrar con pie firme en el futuro inmediato. Un puñado de nombres y apellidos se me vienen a la mente de inmediato.  Siempre, por nimio que sea, queda un rescoldo encendido en esa gran hoguera en potencia que es la esperanza. Y siempre, deseo que algo de lo que de ellos aprendo, quedé para mí.  

Concluido el ágape, damos otro paseo a ver qué nos encontramos, que es poca cosa, por la fuente de La Malena, que nos coge de paso, y después a Griegos a comer.  Creo recordar que para los "raritos" el menú, en el Hostal “La Muela de San Juan”, fue ensalada de rulo de cabra, un clásico, y pasta con hongos, un no tan clásico. Todo estupendo. Buena mano tuvo, y tiene, la cocinera, e imaginación.  Antes de entrar a comer, de esas cosas que sólo suceden en Teruel: en la plaza un remolque para ganado muestra, sin complejos, una matrícula escrita con rotulador sobre un pedazo de cartón y, el pedazo, sostenido a la carrocería con cinta americana. 

Spiranthes aestivalis
Lo de las orquídeas es un no parar. Tras los cafés marchamos en pos de nuevos ejemplares. Uno en particular lo tiene José localizado en el rebollar por el que ayer circuló mi burra. Está todo bastante seco, pero por probar, en principio, poco se pierde. En principio. En aquella costera del demonio más de uno está a pocas de dejarse los cuernos. Nos entra el sentido común a tiempo y, con bien de cuidado, descendemos al lugar en que aparcamos los coches. 

Qué locura, todo eso por una flor, una flor diminuta y de esplendor fugaz. Lo que mola son los videojuegos y las viviendas unifamiliares adosadas, pensará alguno. Jardines dirigidos a conciencia por la mano del hombre, sin pendientes en que arriesgar la crisma, con setos bien perfilados, a podadera, bien perfilados e inmutables. Ahí radica, sin embargo, la magia de las orquídeas. En esa carrera evolutiva de la que todos formamos parte, que a nosotros nos ha conducido a tener la supervivencia de la vida del planeta, tal y como la conocemos, en nuestras manos, a ellas las ha llevado a botánicas cotas insospechadas y sin necesidad de tener, en sus manos, la vida de nadie. Han desarrollado, a resultas, miles de estructuras florales diferentes, con miles de tonalidades distintas, combinadas al capricho de Darwin. De este modo, se ahorran el coste energético que supone la producción de néctar, sin renunciar a los insectos polinizadores, que dócilmente caen en el engaño que tejen sus flores. Y han reducido al máximo el peso de su simiente para que sea esparcida por el hermano viento lo más lejos posible. Ahí el riesgo, pero quien no arriesga no prevalece: la simiente habrá de encontrar cuanto antes el hongo, uno en particular que en micorrízica asociación, contribuya a que la nueva plántula adquiera del sustrato, en las mejores condiciones, los nutrientes que le resultarán imprescindibles para su pervivencia. El malabarismo evolutivo es de aúpa.  No sé si son estas las razones que guían a muchas personas a buscar orquídeas cuando asoma la primavera. Son las mías. 

Rebollar en La Solana
Se da por terminada la jornada. Nos encaminamos a Guadalaviar, al pueblo, no al río. Allí he dejado la bicicleta, confío, bien candada. Aún he de regresar a Griegos. Pero la noche es joven y las horas de soledad, de las jornadas pasadas, pesan un algo. Así que nos vamos de bares por el pueblo, que no solo se vive del medio natural. Es más, en lo que concierne a estas latitudes, el medio, de natural, tiene más bien poco y comprenderlo, interpretarlo correctamente, pasa por comprender los usos, intentarlo al menos, de las gentes que han modelado este paisaje. 

Es este el país de los trashumantes, ganaderos que cada invierno se desplazan al sur con sus rebaños, a pie, en busca de los pastos que el clima serrano no les puede proporcionar. Andalucía y La Mancha son los destinos; a centenares de kilómetros de aquí han residido ellos y sus familias, desde siglos atrás, una parte importante del año. En tiempos, todos cruzaban la Península durmiendo al borde del camino semanas enteras, ahora los hijos y las mujeres lo hacen en automóvil, para que aquellos no pierdan compás en sus clases. Su legado, el de estos esforzados zagales, es el vínculo último que nuestras sociedades mantienen con ese nomadismo que nos vio nacer en el África profunda y nos esparció por los cinco continentes. Quien crea que vine sólo a buscar paisaje, se equivoca. 

Paisaje agroganadero 
Una de las personas con las que comparto cervezas esta tarde es Humi Martínez, guía del Museo de la Trashumancia de Guadalaviar, que fue trashumante durante años y cuyo caudal de conocimientos, en relación a esta hermosa forma de vida, presumo ingente. Al igual que la enorme cantidad de cultura de otros lares que estos ganaderos nómadas han integrado, no sólo en las costumbres de Guadalaviar, en las de toda la extremadura aragonesa, y de la que Humi da breves, pero sólidas pinceladas. Me quedará pendiente la visita al museo, una excelente excusa para regresar.

Se ha feito de nueit, que diría Pepe Lera. Es momento de regresar a Griegos, donde pernocto. Jornada redonda, pienso para mí al pedalear en la oscuridad ataviado con el casco, el frontal y el piloto, rojo e intermitente, trasero. Una formidable sapa se cruza en mi camino a pocas de llegar a mi destino. La aparto con veneración, soy consciente de mis deudas con ella y de que está prohibido hacerle daño. En unos minutos me acostaré y algo me dice que, quizá sólo por un rato, me sentiré enormemente bien soñando con ser, yo también, en algún momento en el futuro, trashumante.

Hembra de Bufo bufo

jueves, 3 de noviembre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Mirador de la Portera-Griegos (II)

Este viaje es de despedida. A La Maga le queda poco camino que recorrer, se ha ganado un digno retiro. Son casi veinte años juntos, ha sacado siempre lo mejor de mí y me ha hecho inmensamente feliz en todas y cada una de las carreteras y en todos y cada uno de los caminos que hemos recorrido juntos. Los recuerdos bullen en mi cabeza. Las proezas del pasado, los momentos duros cuando flaqueaban las fuerzas y las risas y las canciones, cuando no, todo aflora en esta soledad que me he autoimpuesto y que es uno de los principales atractivos de este viaje. En esta bicicleta sin parangón me he hice una parte importante de lo que ahora soy. Necesitaba rencontrarme conmigo mismo. La guinda a casi dos décadas de carretera está siendo sensacional.

Puerto de Tramacastilla, 1.395 m.
Descender toca. A continuación, breve ascenso para darme de bruces, de esas maneras, es cierto, con la señal emplazada en el más elevado punto de la carretera entre Noguera de Albarracín y Tramacastilla. He pasado de la cuenca del Noguera a la cuenca del Guadalaviar. Podría seguir su curso hasta la ciudad de Albarracín y luego hasta Gea de Albarracín, pero pronto terminaría mi visita a estos paisajes serranos de ser así y es algo que no deseo. A la entrada de Tramacastilla una pequeña ermita me recibe. Me retrotrae a las de idéntica construcción que abundan por la sierra de Gúdar y que me sirven para bromear con Deme: “¡pues no sois poco espabilaus los de Gúdar, que construyendo todas las ermitas del mismo modo, os ahorráis pagar un nuevo proyecto cada vez!”

Ermita en Tramacastilla
El cubículo oracional ocupa una superficie similar al porche. Me poso un rato a la certera sombra que éste ofrece a reflexionar. Cuento con la ayuda inestimable de la canción que entonan las hojas de los chopos, al ser agitadas por la brisa del mediodía. 

Todavía hace calor, es hora de comer. Echaré un vistazo por el lugar. El yeso rojo impregna las fachadas, el óxido de hierro enaltece la sobria arquitectura del lugar. Robustos, los edificios presentan en sus ventanas imponentes forjados. La teja árabe culmina las edificaciones. 

Como aquí, en el bar de la plaza, sentado bajo una carpa que aligerará los rayos del sol. Pido cerveza, cómo no. Fría. Es lo único que ahora se me antoja como un deseo absoluto. Pido también un bocadillo de queso. El tipo del establecimiento, amable, me pregunta si lo quiero con tomate untado en el pan. La duda ofende, por supuesto que sí. Me tratan bien, muy bien. 

Tramacastilla
La parroquia local charra sobre la crisis económica y todo el mamoneo que ahora es puntualmente hecho público por los (nunca suficientemente bien ponderados), medios de comunicación. Tienen las cosas claras. En el Teruel tradicionalmente austero, y por los tradicionalmente austeros turolenses, es difícil comprender qué es lo que ha sucedido, a qué cuento la deuda externa ha adquirido las proporciones que ha adquirido y qué necesidad tenían los imputados de meter la mano donde no debían. Me reconcilia algo con mis semejantes escuchar la conversación.

Mientras doy cuenta del bocadillo, un licénido, una pequeña mariposa que pasa habitualmente desapercibida, me obsequia con sus diminutos topos y sus colores metálicos, con sus negros ojos embriagadores. Mi abuela me enseñó, a su manera, imagino que como educan las personas sencillas, a amar la modestia y lo modesto, a encontrar la belleza en las cosas inapreciables.

Barranco Hondo
Tomo café en el interior, sentado en la barra. Leo el Diario de Teruel. Pienso en este país vacío. Pienso en cómo será venirse aquí en lo prieto del invierno. Me aterra ser perfectamente consciente de la respuesta a las cavilaciones que me asedian. Marcho.

Otra vez cara arriba, esto es un sinvivir. Durante la fiebre del oro en California, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, mulas hubo que cargaron menos peso del que yo cargo hoy. Buena rocha, así, sin calentar y recién comido. ¿Quién dijo miedo? 

De juguete parece ya Tramacastilla encaramado aquí arriba. Sigo el curso del río Guadalaviar, a mi izquierda quedan los estrechos que éste ha excavado en su discurrir ancestral: Barranco Hondo. La subida no es un caramelico, pero la pendiente es constante, lo que me resulta una inestimable ayuda a la hora de adaptarme a un ritmo de pedalada cadencioso que va a permitirme el resuello mínimo como para poder admirar la labor del agua en el modelado de este paisaje calcáreo. Pinos negrales salpican las laderas, un bosque abierto y ceniciento.

Puerto Alto de Calamocha, 1.550 m.
Alcanzo un conciso altiplano en que la conífera ha cedido su cetro vegetal a la sabina rastrera. Amarillea el herbazal, la primavera y el principio del verano han sido demasiado secos, incluso a estas altitudes. Tras llanear varios cientos de metros me topo con la indicación de puerto: Alto de Calamocha. Esto sí que no me lo esperaba. Una risa tonta se apodera de mí y he de parar a terminar de desombligarme por lo hilarante de la situación. ¿Quién pudo concebir algo así? La toponimia es caprichosa, sin duda. El nombre del lugar viene del árabe, de Qal’at Musa, que significa fortaleza de Musa (y esto vale también para Calamocha-ciudad, fundada por este tipo, por este Musa, Musa ibn Musa, que diría James Bond). 

Musa ibn Musa, de los Banu Qasi de toda la vida, llamado también al Qasaw (el Grande), vivió en el siglo IX y fue gobernador (bastante de liarla parda, por lo visto), de lo que hoy es Tudela, Huesca, Zaragoza y Lérida. Su padre se decía Musa ibn Fortún y su madre Oneca, quien fue viuda de Íñigo Jiménez y madre del futuro rey Íñigo Arista de Pamplona, así que Musa ibn Musa fue hermanastro de éste (aquello debía ser un contubernio que para qué). Según Jerónimo Zurita (que tiene un instituto con su nombre en Zaragoza por su condición de cronista mayor del reino), en sus Anales de la Corona de Aragón, fueron nuestros reyes, los aragoneses, los de la Casa de Aragón, descendientes del rey pamplonés y es esta la razón de que su cruz, la de Íñigo Arista, una cruz patada apuntada en su brazo inferior y de plata, sobre fondo azul sea uno de los cuatro cuarteles del escudo de Aragón. 

Puntal del Norte
Prosigo camino. Las parideras en el altiplano diminuto recuerdan el ancestral uso ganadero de estos lares. Pierdo, otra vez, altura. Los estrechos no son ya tan estrechos, si bien continúo siguiendo el curso del Guadalaviar. A mi derecha, en un paraje que los mapas reconocen como La Solana, un hermoso rebollar me impone detenerme para confirmar el verdor sucinto de sus hojas, considerablemente menos amplias que las que, bravos, los marojos lucían en las proximidades de Bronchales, en la carretera que conduce a Sierra Alta, en su porfía con el pino silvestre. Y frente a los Quercus faginea, testigo de su botánica embriagadora, se yergue el soberbio farallón calizo Puntal del Norte. Qué hermoso lugar inesperado, pienso entre mí.

En la distancia, Villar del Cobo me resulta de una belleza que deslumbra. Su skyline intimida mis lágrimales y sus alineados edificios, como mostrando respeto a quien por la carretera se aproxima, obnubilan mi entendimiento. Incapaz soy de explicar cómo deje pasar tantos años para dejarme caer por estos magníficos lugares. Tras la torre de la iglesia se adivina la Hoz de Búcar, estrecho por el que me encaminaré para llegarme a Griegos. Unos hombres de más de mediana edad replegan la paja y la suben a un pequeño remolque, qué magnífica oficina.

Villar del Cobo
En el bar de Villar del Cobo me detengo a echar otra cerveza. Es julio y no evito otra vez idéntica escena: la edad media de los jugadores de naipes distribuidos por las mesas del establecimiento supera la de la jubilación. Dos zagales más jóvenes beben zumo y refresco apoyados en la barra, sin intercambiar parecer alguno. Bromea conmigo el camarero, me pregunta si el tubo que le he pedido lo quiero vacío, sin más, o lleno de cerveza. 

En los bancos las buenas gentes toman la fresca. Me miran con extrañeza. Seguro que piensan de qué institución psiquiátrica se ha escapado este tipo que lleva la casa a cuestas y días sin peinarse, y en su rostro se aprecian las horas de sol y de sudor, y en sus ojos el itinerario que se hace para no volver a ser el mismo que uno era cuando partió. Saludo al pasar. Me devuelven el saludo. Mi impresión es la de regresar a mi cotidianidad estival cuando niño. Me pregunto quién soy realmente y evoco para mí los versos de Alberti: “¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?”

Hoz de Búcar
La Hoz de Búcar me cautiva. He de imponerme no detener mi rumbo demasiadas veces para tomar fotografías, lo haría a cada instante, con cada nuevo metro de carretera. El silencio es, además, sobrecogedor. Me apena ser consciente de que, en nada, quedará atrás la garganta, se abrirá de nuevo el terreno y regresarán cerrados bosques de coníferas, abiertos prados destinados a forraje y las sabinas rastreras en los pastos destinados al ganado. Un ratonero espléndido me da la bienvenida a estos parajes. Griegos finalmente.