jueves, 27 de octubre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Mirador de la Portera-Griegos (I)

Una luz escueta y vacilante interrumpe mi sueño. La pequeña ventana de la habitación en la que he dormido no le permite ir a más en el interior. He dormido a ratos. Un roedor, puede que algún escarabajo de la madera, ha estado dándose un buen atracón justo debajo de donde yo me había echado a pernoctar y su rosigar infatigable, en la densa penumbra del refugio, ha logrado despertarme en demasiadas ocasiones.  El resto del tiempo, soy terriblemente consciente de que mi sueño no ha sido en absoluto profundo. Con el anuncio del nuevo día decide retirarse a descansar y hacer la digestión y ese respiro que me concede, lo aprovecho para dormir algo más.

El refugio del Mirador de la Portera es una pequeña mansión. Todo lo que un cicloturista pudiera desear, el edificio lo tiene. Dispone de salón-comedor con un enorme hogar en el que poder acometer la preparación de las más exquisitas viandas y junto al que poder mantener una reconfortante charla y prevenirse del frío. También, de un amplio dormitorio en el que, a modo de literas, a la pared se han fijado varios troncos partidos por su mitad sobre cuya superficie plana uno puede echarse a dormir o, simplemente, descansar y en el que hay una pequeña estufa cilíndrica de hierro, con el cometido de impedir que sus ocupantes fenezcan congelados durante las ásperas noches del invierno serrano.

Refugio del Mirador de la Portera
Anoche se escuchaba la larga voz del cárabo. Zorzales charlos y mitos han acudido a los prados que circundan el refugio para darme los buenos días bien de mañana. Voy donde las cuarcitas, a revisar los mensajes del móvil y a disfrutar de esta vista por esa última vez. Cuesta creer (es un decir) que el suelo que piso, a 1750 metros de altura sobre el nivel del mar, fue hace unos 500 millones de años, en el Ordovícico, una plataforma marina en que se acumulaban las arenas y los lodos producto de la erosión, de los inquietos agentes geológicos, sobre ese gran continente que fue Gondwana. Si bien, una vez puesto en canción, no tan difícil (otro decir) imaginar que los artrópodos primigenios que llenaron mi infancia de ensoñaciones fantásticas reptaron por el cuarzo que hoy aflora. Especies de trilobites que dejaron su impronta en el fango marino, surcos producto de su particular caminar cuyos moldes, supuestamente fáciles de encontrar en estas rocas ordovícicas, reciben el nombre de cruzianas.

Cabras de mañana en el Mirador
Tengo poco que hacer aquí. Recojo los bártulos y marcho. Atravieso el prado donde apenas unos minutos antes un rebaño de cabras domésticas salían de su ayuno dando buena cuenta del herbazal y de los brotes tiernos de las ramas, de los pinos silvestres, más cercanas al suelo. Regreso a la pista forestal que ayer tarde me condujo hasta estos pagos y pongo rumbo a Griegos. 

Supero sin contratiempos lo que me resta de subida. Suelo silíceo: arena suelta y la rueda que pierde agarre y gira en el vacío y mi esfuerzo que se despilfarra, inútil. Si bien, mejor ahora que a las siete de la tarde. Voy sobrado de fuerzas.

Peligro, ganado bravo
Una cerca delimita una porción de monte en que ganado bravo, según sostiene el letrero, anda suelto y es preciso andarse con cuidado. Paso confiado el canadiense, las barras tumbadas sobre el suelo disuaden a los bóvidos de abandonar el cercado y suponen un magnífico invento para ahorrarse la portera e indeseados escapes cuando alguien olvida cerrarla. Paso confiado, soy vegetariano y no tienen nada contra mí, no habrá problemas.

Prosigo. Tomo velocidad; la pista desciende y culebrea por entre los pinos vigorosos. A esta altitud, entre los 1.500 y los 1.900 metros, están en su salsa. Siento las esquilas en la distancia, pero no veo ni un solo animal. Éste ha sido siempre un territorio muy antropizado en que la ganadería ha jugado un papel sustancial en su economía desde antes de que fuese integrado al reino de Aragón en 1284 por Pedro III. 

Cercado para el ganado entre el Mirador de la Portera y la carretera A-1512
De la lana vendría su esplendor económico durante la Edad Moderna, como así atestiguan los grandes edificios civiles y religiosos de la época y las huellas que, en el paisaje, han dejado estas actividades, a pesar de la despoblación atroz que sufre este territorio y que a nadie parece preocupar ahí arriba, en las instituciones aragonesas que capacidad tuvieron, sin embargo, en otro tiempo, para redactar fueros y cartas puebla que favorecieran consolidar el número de almas de estos, y de otros, agrestes lugares en Aragón. Así dicen las Cortes de 1451: siempre habemos oído decir antigament e se trova por experiencia, que atendida la gran esterilidad de aquesta tierra e pobreza de aqueste Regno, si non fues por las libertades de aquél, se irían a vivir y habitar las gentes a otros Regnos e tierras más fructíferas. 

Un territorio ganadero desde antes de ser integrado al reino de Aragón en 1284
Y tanto va el cántaro a la fuente que de bruces me doy con unos corrales que, deduzco, son empleados para marcar el ganado cuyas esquilas escucho en la distancia impenetrable del pinar albar. Afoto las instalaciones. Hago equilibrios encaramado sobre el murete para buscar ángulos imposibles de encontrar en pie, sobre el suelo. ¡Qué buena honra me hubiese hecho un gran angular! ¡Incluso un ojo de pez! 

Cancela afotada desde el equilibrio que proporciona el murete
La pista desemboca en el asfaltado. Tomo el sentido que considero correcto. En muy breve tiempo las señales de tráfico me indican que voy hacia Orihuela y Bronchales. Me río por no llorar. Toca que desande lo andado, o mejor, que descicle lo ciclado. Vuelvo a detenerme. ¡Voy a llegar a Griegos a las diez de la mañana! ¡Qué diantres voy a hacer el resto del día! 

Me replanteo la situación. Saco el mapa. Ya está, me voy a Noguera y luego a Tramacastilla. A lo tonto modorro van a ser unos 50 kilómetros, que ya parece más lógico para una jornada de pedaleo completa, en condiciones. Vuelvo a desciclar una parte de lo ciclado. Me cruzo con un ciclista de carretera con el que me he cruzado previamente y el pobre hombre debe alucinar pepinillos al verme. Me pienso tonto de capirote. 

Puerto de Noguera, 1.695 metros
Puerto de Noguera. Un poco de chiste, no he subido prácticamente nada. Eso sí, ahora toca descender un buen pedazo hasta Tramacastilla, situada a 1.260 metros sobre el nivel del mar, y volver a subir hasta Griegos, a 1.601, una de las poblaciones a mayor altitud de la Península, para pernoctar. Y he dormido por encima de los 1.700. Esto va a ser un sube y baja de no te menees y voy, todavía, sin desayunar. Esta claro que no sólo de pan vive el hombre.

La carretera del Puerto es un rímel asfáltico que se corre sin que nadie lo remedie y que provoca vergüenza al seguir su desastroso trazado atascado de baches y de parches, fuera de la hipnosis que el espléndido horizonte impone, . Las autovías que profundas heridas ocasionan en el paisaje, por las que rápido se llega, rápido se marcha. Pero estas infraestructuras ojerosas anteceden a la muerte. Siento pena por este país chiquito que parece abocado a desaparecer si sus gentes no se rearman. Y me apena mucho más ser consciente de que, para la mayoría de preguntas, no tengo respuestas. 

Esas ojerosas carreteras de Teruel
Fuera del pinar, superado el puerto de Noguera, a la derecha indica la señalización, la Peña del Castillo. Es un promontorio rocoso del que, parece, pueden obtenerse bellas vistas. Me salgo de mi ruta y dejo la bicicleta en su base para comenzar la trepada por la roca. No hay peligro, aunque habré de parar cuenta no vaya a ser que la líe. Voy solo, nadie demandaría ayuda si caigo. 

Llego arriba con resuello de sobra. Me siento un rato en el pitón volcánico a contemplar lo que se extiende a mis pies. La vegetación es abierta y marojos de pequeño porte abren sus ramas a los aires y a las lluvias del cielo, en la base de la formación volcánica, entremezclados con los pinos. Los abisales orígenes de la Tierra me golpean de nuevo, el cono volcánico relleno de lava solidificada expuesta por la erosión me colocan nuevamente en mi lugar.

Peña del Castillo
Tomo varias fotografías con el automático de la cámara. El que me sucede pensar, es el mejor lugar para emplazarla, sobre la roca, me resulta inseguro; si esbara la cámara rematará decenas de metros más abajo, hecha añicos. Apostaremos por no jugar con fuego. 

Una vez he terminado de tomar fotografías, satisfecho de lo contemplado, desciendo con precaución. Sigo viaje hacia Noguera de Albarracín. Es un veloz y divertido descenso.  Llegó sin hambre a pesar de no haber probado bocado esta mañana. Y tan sólo tomaré café.

Noguera de Albarracín

lunes, 24 de octubre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Orihuela del Tremedal-Mirador de la Portera

El destino no tiene importancia. Lo que sí, lo que verdaderamente la tiene, son las emociones que asediarán al viajero en su viaje. Y éstas van a depender de las piezas con las que éste se ha, o ha sido, construido. Del modo en que fueron sus ilusiones devastadas y hechos añicos sus sueños y de la magnitud con que supo levantarse, con que se impulsó para desarrollar otras renovadas ilusiones y otros sueños de nuevo cuño. De los demonios interiores que hubo de doblegar y de los enemigos exteriores que trataron de doblegarlo. Y de cómo nacía y se ponía el sol en los lugares en que se formó y de dónde venían las palabras con que lo educaron. El viaje imponente puede comenzarse en el patio trasero y alcanzar apenas unas manzanas. Por eso no hubo en mis alforjas billetes de avión, porque una parte importante de lo que iba a resultar el trayecto la llevaba yo ya, de serie, conmigo.

Decidí, hace unos meses, inscribirme en el curso de Botánica práctica, de la Universidad de Verano de Teruel, con título La flora y vegetación del Sistema Ibérico Oriental, que se imparte en Orihuela del Tremedal. He leído varios libros de botánica y he estudiado varios manuales, pero adolezco de soltura a la hora de identificar especies empleando una clave dicotómica. Inscribiéndome en el curso pretendía solventar el inconveniente. 

Achillea millefolium
Tengo un problema con los organismos vivos que no se mueven. Me propongo mejorar en su identificación. Tomo prestados libros para ello en la biblioteca pública. Compro otros a mis libreros favoritos. Salgo al campo y cuando empiezo, en tomar una hoja, examinar un tallo, desgranar una flor y estudiar todo con mirada bien atenta, cuando me inicio en la liturgia, en ese preciso entonces, algo se mueve, ya sea en el cielo, entre la espesura, en el tallo que un segundo antes examinaba, confiado en que era el día… y ¡ya la hemos fastidiado! fin de la jornada botánica y vuelta a la búsqueda faunística. Y así, de continuo. 

El curso me permitió, no obstante, centrarme bastante unos días, si bien no impidió que, de vez en cuando, se me fuera la atención hacia donde no debía írseme. 

Siempre se mueve algo entre las páginas
Su último día, se clausura el curso a eso de las siete de la tarde. Ya no puedo más, son muchos días de sedentarismo. La bici ha dormido a buen recaudo y estará, convencido estoy, tan impaciente como yo. Estos cuatro días de curso, apenas unos paseos de apenas unos centenares de metros por las inmediaciones de Orihuela recolectando especies para su identificación. Tardes enclaustrados, dejándonos los ojos en la lupa binocular, en íntima compañía de las claves dicotómicas. Comidas, cenas con los demás compañeros del curso, ni un segundo de soledad. Es hora de regresar a la carretera. 

Se clausura el curso a eso de las siete de la tarde. Foto de grupo. Subo a la habitación y recojo los bultos. Voy cargado como una mula. De no haber un curso, con alumnado de por medio, habría traído menos ropa, pero me preocupa la pituitaria de mis semejantes. Uno es buena persona, qué le vamos a hacer. Nos han dado, para terminarlo de arreglar, unos apuntes en el curso. Éramos pocos y parió la abuela, más peso. Y aun con lo bien pertrechado que voy, he de conseguir un mechero o no cenaré.

Río de bloques
Se clausura el curso a eso de las siete de la tarde, consigo un mechero, me despido de varias personas con las que he tenido contacto estos cuatro días, aquí en Orihuela, y marcho, como alma que lleva el diablo, gritando el regocijo que me invade por el regreso a la carretera. Adelanto varios automóviles que descienden conmigo la pendiente, exultante como estoy me entorpecen. Pero no les increpo por su lentitud.

Tomo la carretera y, más tarde, el desvío, la pista forestal. Y rompo.

Las abrazaderas que sujetan el portabultos al cuadro de la bicicleta, mucho me temo, me van a dar el viaje. No soportan tanto peso. Ahí iba la primera. Llevo de repuesto, me lo barruntaba. Pienso en continuar subiendo e ignorar la avería, he parado cuenta de casualidad. Es de día todavía, tengo tiempo antes de que marche la luz. Me da una galbana parar y desmontar el contubernio que tengo montado con el equipaje que para qué. La herramienta va en lo más hondo de una de las alforjas. En fin, haremos las cosas bien para variar. 

¡Guarda qué cuadro! Todos los bultos extendidos por mitad de la pista. Suplico para mis adentros, que no pase ahora ningún vehículo de dimensiones mayores que las de una bicicleta. Menuda se va a liar si pasa. No pasa. Menos mal. Termino la sustitución de la pieza desgarrada, recojo todo, lo ordeno tal y como ha llegado hasta aquí y continúo la subida.

En nada se abre el pinar y los prados indican la proximidad del refugio. Estuve aquí no hace demasiado y tuve claro que quería, precisamente aquí, pasar la noche. De ahí esta fuga hacia adelante, este recorrerse apenas unos kilómetros con el sol ya en retirada. 

Refugio en el Mirador de la Portera
Apoyo la bicicleta en el refugio. Paseo en derredor. Admiro el paisaje. Las cuarcitas co-responsables de los ríos de bloques tienen aquí un afloramiento, un elevarse insolentes contra un cielo hermosamente azul, contiguo al mirador de madera que posibilita elevarse por encima de las densas copas de las coníferas. Horas tengo por delante para estar solo. Suerte que la mayoría de las cuentas, que en su tiempo tuve conmigo mismo, están ya saldadas. 

Paseo hasta que se va la luz. Meto la bicicleta en el refugio. Cocino, si se puede llamar a eso cocinar, una de esas ponzoñas precocinadas que transporto por comodidad. Hambre no tengo demasiada. Pero echarme algo caliente al cuerpo es inestimable. La temperatura ha dado un vuelco significativo. Sin nubes en el cielo, el calor se escapa tan rápido como rápido llega. Puedo leer un rato pero no tengo gana. Paseo algo más fuera del refugio. Voy donde el afloramiento de cuarcitas, es el único sitio donde sé que hay cobertura. Es como volver a finales de los ochenta y principios de los noventa, a la cabina telefónica en el pueblo, pero sin verse en la obligatoriedad de aguardar tu turno. Cómo echo en falta aquellos teléfonos colectivos y la forma en que las cosas se hacían entonces. 

Afloramiento de cuarcitas, al fondo Orihuela: cabina telefónica, mirador de estrellas
Salgo afuera del refugio otra vez.  Me siento a mirar el cielo. Las estrellas me susurran inconfesables secretos que no relataré aquí. Historias de cazadores protegidos por la magia de sus visiones y de osos magníficos que, en su huida, se brincaron al país de las estrellas. Narraciones de sociedades secretas de danzantes que bailaron con un ímpetu tal, con una intensidad tal, que se elevaron por encima del bosque y de las cimas inaccesibles de las más altas montañas y giran en su danza allá arriba, rutilantes todavía.

Y así, embriagado por la noche infinita viene el sueño y, ya adormilado, marcho a dormir.

jueves, 20 de octubre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Santa Eulalia-Orihuela del Tremedal (II)

En la carretera de nuevo, acuso el calor. Son unas cuantas horas ya y odio cubrirme la cabeza. Lo sé, soy un alicate. 

Y se presenta el cansancio. El primer día de viaje no es agradable. Después el cuerpo se te acostumbra a estar todo el día de aquí para allá, a comer poco y al calor. Presentarse, sin avisar, o avisando como de broma, como tiene por costumbre. Las tres de la tarde. No llego a almorzar a Bronchales, pienso con sorna. Me sonrío. Diviso, a mi derecha, las blancas fachadas de Orihuela. No te queda nada, me digo con escepticismo; no me lo creo ni yo.


Tomo el desvío al pueblo en el que, según se cuenta, está el secadero artesanal de jamones a mayor altitud del Estado. Estoy que serán de buen sabor. Con esa publicidad no sé a qué atenerme. Le vendrá bien la altitud al proceso de curación. Los apretados chopos lombardos a su entrada, enraizados en las márgenes del Arroyo de la Rambla Cavera, y los cantos de las aves de ribera, evidencian el cambio en el paisaje.

Los domingos al sol
Paro en la plaza de la Fuente para descansar y beber agua fresca en cantidades industriales. Ya remite el calor. Lleno la botella. La vacío primero, el agua de Pozondón está ya demasiado caliente, sabe horrorosa al plástico que la ha contenido, es un orín imbebible. Voy a hacer cima en Sierra Alta. Según parece, sus vistas son magníficas. No voy a perdérmelas a pesar de sentirme algo agotado. No obstante, habré de trabajarme mi estado mental, la parte que hoy me atañe. El resto, la del día a día, poca solución tiene. Algo más de cinco kilómetros, con un desnivel positivo de 300 metros. Me da la pájara sólo de pensarlo.

La foresta de pino royo alivia la canícula. Los asalmonados árboles dan cobijo al trepador azul y su trazarse cabeza abajo por las ramas me divierte en la penosa ascensión. Voy cargado como una mula y llevo todo el día bajo el sol haciendo deporte, qué otra cosa esperaba. Ahí atrás viene la factura. Camina esta carretera en que compito farragoso conmigo mismo y está próxima a alcanzarme. 

Sierra Alta, 1856 metros de altitud
Paso por el campin Las Corralizas, he de regresar y alojarme en él.  El entorno es de ensueño, los acampados se pierden en la hondura del hermoso pinar. Algo se me ocurrirá, lo llevaré acabo. ¿No se me ocurrió este viaje aquella tarde con Deme y Eva tocando el cielo de Teruel? 

He de parar en más de una ocasión para recobrar el resuello. Bebo agua. Se me va a quedar corta la botella de litro y medio que carga el portabidones. Bebo otra vez, no evito que el trago sea largo. El líquido despliega un embriagador gusto a ambrosía. Soy un dios, puedo con esto, me repito insistente para conjurar la certeza de salir derrotado de la tentativa. 

Merece la pena el dolor. Y empujar de peatón el velocípedo los últimos metros; las piedras y la tierra sueltas impiden a la rueda agarrar y opto por no pedalear en el vacío inútilmente. Leo el cartel. Sierra Alta. En la intimidad del orbe, apoyada la bicicleta en el poste que sostiene la señal, abro mis brazos como para iniciar el vuelo, me pienso infinito y el agotamiento se diluye en la felicidad del éxito. Seré hoy el marojo que se hace con el pinar con paciencia, que persevera tras décadas ignominiosas de soportar la agresividad de quienes no ven en los bosques que almacenes de madera.

Papilio machaon
Las vistas son soberbias. En la lejanía, Peña Palomera como un dios que ya no ampara y la falla del Jiloca y la cuenca de Gallocanta. Se atalaya Santa Eulalia del Campo y puedo valorar el esfuerzo; diviso cada palmo del camino ciclado hasta aquí. A mis pies, la Sierra de Albarracín que recorreré estos días. 

Dos macaones pululan en derredor mío y doy gracias por tan precioso recibimiento. Parecen saber de mí los lepidópteros, reconocerme. Otro me recibió en la cima de la Mesa de los Tres Reyes tras otra larga jornada de esfuerzo, lejos de acá. Un tiempo permanezco sentado junto al punto geodésico. Permito que la belleza me invada y me trascienda.

Desde Sierra Alta
En un pequeño chamizo hay un paisano vigilante y un cachorro juguetón que no se está quieto. Adelantarse al fuego es la consigna. Escucho la radio nombrar los distintos puntos de observación y a los observantes contestar tranquilos. Llega su turno, desde el otro lado preguntan, Sierra Alta. Calmo, el tipo contesta que alguna calima pero que todo anda como ha de ir. Todo en sosiego. Me despido y le deseo suerte. La suya es la de todos.

Paro a la bajada en Bronchales. Por fin descansaré, de verdad me refiero. He llegado hasta aquí como si alguien me persiguiera.  Las blancas casas de Orihuela, ahora sí, están a un tiro de piedra.  La tarde ha hecho estragos, apenas he sacado la cámara fotográfica.

Mi bicicleta reposa apoyada en una pared.  Voy a beber algo frío en un bar.  Acaban de echar insecticida en el interior del establecimiento. Me dicen que no entre, que ellos me ponen lo que vaya a demandarles. Lo agradezco, a saber cómo estará el interior de disruptores endocrinos. Me siento en una de las sillas de la terraza y mientras doy cuenta de la cerveza, escucho conversar a los demás clientes con los amos del garito. Son varias personas de diversas edades. Anoto cómo ha ido el día en mi cuaderno de viaje. Me preguntan si voy rápido y señalándoles el pesado y voluminoso equipaje respondo: ¿con eso? Ríen. Hacen las preguntas habituales, de dónde vengo y adónde voy y cuántos días llevo de viaje y cuántos planeo viajar. Es más que agradable estar en un bar con gente joven. La luz declina, pago y marcho.

Orihuela del Tremedal
Disfruto la recta que separa ambas poblaciones, plato grande y piñón pequeño. Voy a toda la velocidad de la que soy capaz. Entro triunfalmente en Orihuela. Exultante es poco. Como primer día no se puede pedir más. Ahora a buscar alojamiento, estirar y ducharme, que hoy sí toca, luego cenar, leer un rato y a dormir y descansar. Mañana, botánica.


lunes, 17 de octubre de 2016

La Sierra de Albarracín en Bicicleta: Santa Eulalia-Orihuela del Tremedal (I)

Uno nunca viaja solo. Mucho menos cuando lo hace en bicicleta. Le acompañan las personas a las que ama y a las que amó. Los sueños que tuvo y los que retiene. Los grandes infortunios en su vida y las grandes alegrías.

El viaje no se inicia en el kilómetro cero de la ruta marcada. Y el mío no empieza en Santa Eulalia, en su macilenta estación del ferrocarril, nostálgica de la fábrica de azúcar cuyas instalaciones se pudren a la intemperie con la lentitud propia del que ya no ha de acudir a ningún sitio.

Hace meses que se dio el pistoletazo de salida, el acelerón de los últimos días en la capital ha sido agobiante: ropa, comida, mecánica de la bicicleta. Cargo como una mula dos alforjas y una mochila a caramuello hasta la estación Delicias. A eso de las diez y media de la mañana desembarco en Santa Eulalia. Hoy he de llegar a Orihuela del Tremedal. Me voy a cocer recorriendo las Parameras de Pozondón.

Ha sido plácido el viaje en tren. Menos mal que son sensatos los interventores de RENFE; éramos cuatro bicicletas donde no hay espacio que para tres. Menos mal que no actúan como sus superiores incompetentes, quienes establecen la normativa que se ha de cumplir en sus trenes y que es una declaración de guerra, en toda regla, contra sus usuarios.

Ya estamos en el tren
No puedo refrenar mi entusiasmo inicial y pedaleo con brío. Voy a saldar en los días siguientes varias cuentas que tengo pendientes con el Teruel que me es, vergonzantemente, misterioso. Dejo a la izquierda la cementera, me han hablado de esta primera rocha, como entremés no está nada mal. En apenas unos esfuerzos subo El Viso, dejando a mis espaldas el cadáver de un zorro atropellado, al parecer, esta pasada noche. A ninguno atropellaré yo, no puedo evitar que mi pensamiento se detenga en ello. 

Zorro atropellado en El Viso
Hace calor, es mediodía. El páramo se expande a mis ojos como el escaparate de una repostería a las lamineras retinas de un niño. Primero el bosque abierto de carrascas que tiene por banda sonora los familiares bisbiseos de los mosquiteros comunes. Conforme tomo altura, la quercínea cede su cetro a la sabina rastrera y al matorral. Creo distinguir la Artemisia assoana desde mi vehículo y quenopodiáceas y gramíneas a patadas. Poco a poco, intercalada con algunas rampas cuesta abajo, pero casi siempre cuesta arriba, la carretera serpentea y acerca a Pozondón. 

Primera panorámica: Peña Palomera y la cementera en Santa Eulalia
En el lugar me resguardo de este sol de justicia e interior, a la sombra del trinquete que delata la franja metálica que separa el punto anotado de la nada deportiva. Compro cerveza fría en el bar, la parroquia local me mira extrañada y no les culpo, todos varones de superada mediana edad. La bebo a la sombra del edificio porticado e imagino los juegos de pelota del pasado, las alpargatas, las abarcas moviéndose con celeridad para devolver la pelota al adversario en las peores condiciones posibles para él, ajustada a la línea o a la pared, o a la línea y a la pared. Vuelvo a comprar cerveza fría. Como algo de la comida que he subido hasta aquí en las alforjas. Marcho en dirección a Bronchales.

Porticado en Pozondón
A las afueras paso por delante del frontón, hay un campo de baloncesto y unas porterías de fútbol sala. Sería maravilloso ver a los niños del pueblo, decenas de ellos, jugando entre semana, en pleno invierno, en estas instalaciones. Sé que por el momento eso no va a ser posible, pero deseo creer que sólo por el momento no lo será. 

Frontón, porterías y canastas en Pozóndon.  
Prosigo viaje. Leo en un cartel que las celadas se encuentran a un tiro de piedra. Me desvío. Hay tres de ellas. Una aparece cultivada con cereal, la que resulta accesible. Las otras dos no lo son y su botánica no parece desentonar de la del resto del paisaje.  

Celada con cereal
El calor hace estragos en mi sentido común. Me siento a comer al sol cruento. Al borde de una de las simas doy buena cuenta de un par de puñados de frutos secos y dejo medio saciada mi sed con un prolongado trago de agua. Observo la concavidad del terreno mientras mastico las semillas venidas a menos, destinadas a consumo humano. Viene a mi recuerdo el planeta Tatooine, el natal de Luke Skywalker en la trilogía de La Guerra de las Galaxias, y me sonrío imaginando las horrendas formas del monstruoso organismo que en la hondura del agujero, como hormiga león, aguarde al incauto que adentro ruede, se vea incapaz de escapar y termine en lo profundo de su estómago.

Dolina en pozo.  Aquí el suelo se vino abajo.
La labor del ácido carbónico diluido en el agua de lluvia sobre la caliza me subyuga. Pero las tábanas me acosan. A la tercera intentona de hacerse con mi sangre decido regresar por el camino de arena suelta que me ha traído hasta aquí. Dejo satisfecho las formas kársticas y sólo me apena que los dípteros se hayan presentado con tanta urgencia. Al fin y al cabo, no somos que comida, pienso entre mí.

Dolinas en embudo en Pozondón.

viernes, 14 de octubre de 2016

La gran sapa

Cuando peor estaba todo, ya emergidos con las manos vacías la nutria, el cormorán y el pingüino, a la superficie inquieta del océano desde lo más hondo de un mundo en preparación, de un mundo en que tan sólo agua había, la colosal anfibia se asomó y el mundo que conocemos, que no es agua tan sólo, gracias a ella fue posible.

Había caído la madre con el gran manzano mágico desde el centro del País del Cielo. Y el manzano habíase precipitado al fondo inexpugnable de un océano que todo lo abarcaba y la madre, quedado inmóvil flotando sobre las aguas. 

Los cisnes la mantuvieron sobre sus cuerpos de talco a salvo de perecer ahogada y la tortuga, propietaria de la gran sabiduría, a todos los animales, que por entonces sólo acuáticos eran, convocó a negociar qué resolver y cómo hacerlo. Las blanquísimas anátidas terminarían por agotarse y la mujer caída, por hundirse sin remedio en la densidad inabordable de un océano sin tierra firme.

En las retorcidas y profusas raíces del gran manzano sagrado habría quedado prendido el sustrato del país en que las estrellas rutilan y con ese légamo inmarcesible las cordilleras habrían de hacerse, y las puntiagudas cimas inexpugnables, los verdes valles, las extensas lagunas y los torrentes cristalinos, igualmente. Pero el gran manzano, sumergido. Y en búsqueda de ese lodo redentor se arrojaron a la amenazadora regencia de la apnea la nutria, el cormorán y el pingüino.  También ella, la gran anfibia, capuzó su materia inerme, aunque pocas esperanzas se tuvieran en su cuerpo frágil y en su bucear diminuto.

Y regresaron sin nada los soberbios organismos del agua y la causa pareció fatalmente perdida. Permaneció ella, sin embargo, bajo la superficie y, sin embargo, en la brega con las corrientes implacables del fondo y con la ausencia de oxígeno; estrechez que carcomía sus músculos y hacía peligrar su voluntad inquebrantable. 

Cuando peor estaba todo, cuando la daban por sometida a la muerte viscosa del agua, de sus estertores últimos obtuvo la fuerza necesaria para salir a flote y de su cuerpo consumido, de su boca exhausta, con ese último suspiro luminoso, depositó sobre el caparazón de la sabia tortuga el barro que, apenas unos minutos atrás, sujeto todavía estaba a las raíces del gran manzano. 

El recién rescatado limo extendido fue, a lo largo y ancho de la coriácea epidermis de la tortuga, por los demás animales del agua y el quelónido aumentó sus dimensiones hasta lo inconcebible. Un barro sagrado era el del gran manzano, un humus mágico, y en ese lodo venerable se dibujó las montañas y los ríos, los acantilados verticales y los lagos profundos; la tierra firme que hoy conocemos. Y en esa tierra firme que se nacía al mundo por entonces se estableció la madre y los cisnes recibieron su asueto merecido y luego ella, grácil progenitora fue de la raza humana. Pero los seres humanos rápido olvidamos porque nos resulta gratuito, desafortunadamente, olvidar el cuándo, el qué y el a quién deber agradecimiento. 

Cuando tiembla lo terrestre, se abren profundas grietas en el pavimento y caen los edificios y las rocas inestables en los farallones verticales, la ciencia del hombre blanco habla del deslizarse entre sí de las placas tectónicas, terremoto le dice. El rojo sabe que el galápago se estira, que el quelónido está cambiando su postura. 

Por su sacrificio, la Gente de la Casa Larga, los Haudenosaunee, la reconocen a ella como la abuela, a la insigne sapa, a la descomunal anfibia. Ella trajo consigo el barro primigenio desde el abisal precipicio acuoso, el lodo con que se fraguó el mundo, y su vida entregó en la empresa. Y por eso está prohibido hacerle daño. 

Regresaba a Griegos. Era de noche, cerrada. Había dormido en el Alto de la Portera, en Orihuela del Tremedal, y atravesado, irredenta brisa en la carretera, los lugares de Noguera, Tramacastilla y Villar del Cobo y compartido con las gentes de la trashumancia en Guadalaviar. La jornada, la había navegado entre orquídeas con José Beneito y Begoña Sierra. En las jornadas organizadas por la Asociación de Empresarios Turísticos de la Sierra de Albarracín, había hendido mi entendimiento en las hieráticas magnánimas de la botánica. La felicidad había prendido en mis entrañas. 

Regresaba a Griegos. Era nocturnidad manifiesta el paisaje, cerrada. Y ella posada estaba sobre la línea inmaculada que delimita el borde del carril, que define el inicio del mundo. Y yo la observé regia, su cuerpo perfecto me convocaba a detener mi montura metálica sin excusas, su cuerpo oscuro sobre la ringlera nívea. Y yo me detuve y tome sus proporciones en mis manos y la saqué del asfalto asesino en un torbellino respetuoso de emociones inenarrables; la devolví con ternura al orbe vegetal indescifrable. 

En la noche sin fronteras un cárabo se pronunciaba certero, sin equívocos. Y yo me supe consciente, parte plena e indivisible del todo.


Referencias:
Sibbick, John, Espíritus, héroes y cazadores de la mitología de los indios norteamericanos, Anaya, Madrid, 1987.
Tehanetorens, Cuentos de los Indios Iroqueses, Miraguano Ediciones, Madrid, 1988.

jueves, 6 de octubre de 2016

Agua

De ella venimos y a ella habremos de regresar. Cuando el telón caiga, en terminar el último acto, y la tierra nos envuelva con esa dulzura implacable en sus brazos húmedos. 

No nos convertiremos en polvo, sí en indisoluble parte de los saprófitos jinetes de la renovación. Y al igual que, en gran medida, agua nosotros somos, en los inimitables descomponedores infatigables continuaremos siéndolo, en gran medida.

De ahí, nuestra implorante consternación en la ausencia de lluvias. 

De ahí, la necesidad nuestra de palpar su desplome efusivo invadiendo cada poro del paisaje sediento.

El efusivo desplome del agua.

Aun siendo, o precisamente por serlo, progenie del secano.


Quien ha tratado su diálogo sin prisa en los días de otoño, o en las alargadas jornadas de la primavera, y permitido que los tejemanejes de la piel se confundan en sus moléculas inéditas y sencillas sabe de lo que es capaz.

Quien ha danzado risueño en su desplomarse urgente, a instantes empedrado, con guarnición de relámpagos y estruendo en las insufribles tardes del agosto y ha visto hacerse cortinas de hielo las hormigas que afloran, reptan inmóviles sobre lo agreste de los labios en los eneros polares de Teruel, también es consciente.

Y el fulgor verde lagunar que resiste la aridez que este inconmovible cielo le ha impuesto, igualmente conoce. El verdor rutilante cuyos átomos son lluvia paciente, furibunda tormenta, impulsivo pedrisco o desinhibida nieve y que podría escribir, sobre la relación que entre ellos se sostuvo siempre, un poema inapelable.


El rutilante verdor que con acompañamiento de córvidos recorremos en la búsqueda de una señal inequívoca de que ella está ahí todavía, en algún recoveco que los estratos hayan olvidado cerrar al orbe, a pesar de no correr los canales, a pesar de que en el abismo cóncavo no ha habido noticia de ella desde meses atrás y de que no arropa su edredón líquido, desde meses atrás, la verticalidad definitiva de las aneas y los carrizos sobrevivientes.

Permanece y aguarda, ese vigor vegetal, contra pronóstico. 

A ver si asoma, si regresa. Se mira al cielo suplicante.

Pero afónicas e inmóviles, las nubes.

Quien sabe de lo que ella es capaz también se mira al cielo y se lo mira, igualmente, suplicante. Quien lo sabe en el Cañizar aguarda, además, su diálogo paciente como una promesa. La promesa de que la lluvia otoñal traiga consigo la cordura, ese idioma humilde y sin contorsiones que utiliza aquella para darse a entender, y así vuelva al agua a arropar los extensos carrizales con su edredón acuático y, de nuevo, a convocar, multitudinarias, a todas sus aves.

Y, con ellas, el mágico ronco-grave griterío de los avetoros que hoy tantísimo se extraña.

Ese idioma del agua.