miércoles, 26 de marzo de 2014

Para ver cuando no se ve

No siempre se encuentra lo que se persigue. Esta máxima de la vida puede aplicarse a la costumbre de salir al campo a la búsqueda de especies animales, lo que culmina, en no pocas ocasiones, con un frustrado regreso sin citas reseñables. No siempre se encuentra lo que se persigue, eso es cierto, pero nada impide ampliar el espectro de nuestras pesquisas con la mira puesta en volver siempre con algo que contar. Los animales desarrollan sus actividades vitales en el medio y dejan evidencias, más o menos claras, de aquellas. Excretan en los caminos o en letrinas construidas al efecto; acuden a beber a lagunas y charcas dejando sus huellas en el barro tierno de la orilla; se rozan contra los árboles marcando de modo particularísimo la corteza; remueven el sustrato en busca de raíces; o abandonan los restos de las presas que capturan una vez se han alimentado. Rastrear –buscar y comprender estas señales- termina siendo algo parecido a montar un rompecabezas. Es preciso observar el modo en que los elementos del rastro se disponen en el entorno para obtener conclusiones fiables. Así se puede ver cuando no se ve; en esos paseos infructuosos en que ningún animal se cruza en nuestro itinerario. 

Plumas de arrendajo y egagrópila (esquina superior izquierda)
El pasado otoño, en los cabezos romos que custodian la marcha del Jiloca por Luco, una vez hube observado a los corzos regresar de beber agua en el río, me interné en un pequeño pinar de repoblación. Allí me di de bruces con las plumas de un arrendajo, fácilmente reconocibles por sus colores. Sin duda, algún depredador había dado caza al córvido, si bien no lo había devorado en ese mismo lugar, ya que no había restos óseos del ave. Lo que sí que era evidente es que el pájaro había sido víctima de una rapaz. En primer lugar, porque las plumas no tenían marcas de dientes, habían sido arrancadas con limpieza. En segundo, debido a que sobre las plumas de la víctima reposaba una egagrópila de unos cuatro centímetros de longitud.

Letrina de tejón
Por esas mismas fechas, en un barranco situado en el término municipal de Bañón, encontré una letrina de tejón en uso. Estos mustélidos excavan pequeños cuencos en los que excretan sin cubrir después las deyecciones. Son fáciles de identificar y no necesité cruzarme con el bellísimo blanquinegro para certificar su presencia en la pequeña quebrada. Parece ser, por lo visto, que los tejones sufren de una miopía tan severa que puedes, con el viento en contra, acercarte a escasos centímetros de ellos sin que alcancen a percibirte. Aunque lo más cerca que he estado de uno de ellos fue entonces y unas semanas más tarde en la Laguna de Gallocanta. En sus orillas habían quedado impresos los cuatro dedos magníficamente paralelos que la hacen inconfundible. El individuo había superpuesto, muy levemente, al desplazarse –lo suelen hacer- la pisada del pie sobre la mano.

Huellas de tejón
A pesar de la certeza que transmiten los párrafos anteriores, el rastreo no es una ciencia exacta y muchas de las conclusiones a las que se llega tras analizar un excremento, una huella o los restos de una opípara comida deben ser tomadas con prudencia. Los animales no son máquinas, modifican sus comportamientos a la hora de adaptarse al medio y eso provoca que sus rastros también se vean modificados. Sólo nos queda salir de rececho y prestar atención, toda la posible, poner en alerta todos nuestros sentidos, pues de nuestra experiencia derivarán observaciones cada vez más certeras. Tendremos, así, algo que contar cuando volvamos a casa esos días infructuosos en que rastrear nos permite ver, cuando no se ve.

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