jueves, 4 de septiembre de 2014

Un estrepitoso fracaso

Por alguna peregrina razón que no alcanzo al comprender, el ser humano lleva unos cuantos siglos pretendiendo distanciarse lo más posible de la naturaleza. Si no fuera por lo dramático de la cuestión, hasta me haría gracia pensar en tan manidos mantras como el que afirma rotundo que es nuestra responsabilidad cuidar del medio ambiente, como si el zagal no lo hubiera hecho bastante bien hasta que esta obsesión de tener siempre más, sin atender a las consecuencias, haya terminado por ponerlo todo patas arriba. Lo cierto es que casi se ha conseguido, la gente va por este mundo pensando en el medio natural como algo muy alejado de su día a día, sin caer en la cuenta de que sus necesidades vitales básicas, las imprescindibles como el oxígeno del aire, el alimento o el agua, son satisfechas gracias a los servicios ambientales que aún hoy, y con la que le está cayendo, el entorno nos proporciona. Entrar a valorar aquí otros servicios como el disfrute del paisaje me parece, en este momento, inútil; me viene a la cabeza el modelo de ocio que idolatran muchos de mis conciudadanos y que pasa por no conocer más campo que el de fútbol ni más retiro interior que una desagradable mañana de resaca.  

Un habitual cartel publicitario con sorpresa
Por mi parte, me ha resultado siempre complicado entenderme como una criatura desvinculada por completo del resto de seres vivos que la rodean, lo que tiene poco que ver con los gratificantes paseos que me doy por el monte y mucho con experiencias más cercanas que me demuestran que ese empeño del ser humano por alejarse de la naturaleza tiene visos de terminar en un estrepitoso fracaso, si no termina llevándoselo todo por delante, que a tenor de cómo está la metereología me temo que es lo que será. Si no es así, y yo todavía albergo la esperanza de que entremos algún día en razón, habremos de congratularnos por ese sonado fracaso, al que habrá contribuido, precisamente, esa naturaleza a la que despreciamos un día sí y otro también y que nunca nos ha dejado por imposibles, haciendo lo que debe para probarnos que sigue allí, a la vuelta de la esquina. 

Dos salamanquesas esperando su cena
No me refiero, con esto, al hecho de que todo el mundo ande echando pestes de los mosquitos en los meses estivales, lo que es comprensible hasta cierto punto, sino a los regalos con los que la naturaleza nos obsequia precisamente en el ámbito urbano, donde el tráfico y las prisas nos distancian de esa parte de nosotros a la que deberiamos negarnos a renunciar. Regalos como las dos salamanquesas que rondaban su territorio a la caza de algún invertebrado con que saciar su apetito hace tan sólo un par de noches y cuyos perfiles se proyectaban perfectos sobre el cartel publicitario de una película estrenada recientemente. Dos reptiles nocturnos con sus cuerpos adaptados a la verticalidad de nuestros edificios que no son raros de ver en las calurosas noches del estío zaragozano pero que, por algún motivo que no acierto a descifrar, me parecieron mucho más bellos esta última vez. Dos siluetas que me recordaron mi pertenencia al medio natural, incluso en un entorno tan hostil como los edificios de hormigón y ladrillo de mi ciudad.



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