jueves, 26 de febrero de 2015

Cuando te llaman del Jiloca

Hace unos meses, la buena de Clara me llamó para proponerme participar en una mesa redonda en Calamocha con otras personas que, como yo, mantienen blogs como éste en el que se intentan transmitir los importantes valores ambientales de ese territorio tan castigado en lo demográfico (y, por ende, en lo económico) que es el Jiloca y la cuenca de Gallocanta. No tuve que pensármelo demasiado para decirle que sí, que podía contar conmigo, si bien inmediatamente después de colgar paré cuenta de que iba a ser la única persona de la mesa que ni había nacido, ni vivía, en el territorio.

Sin embargo, mis abuelos y mi padre sí nacieron en él, en Bañón y Rubielos de la Cérida, dos pueblos emplazados, para que nos entendamos, en las estribaciones de la Sierra de Lidón, a pocos kilómetros de la actual cabecera de comarca. Así que entre lo que siempre escuché en casa cuando pequeño y aquellos veranos de la infancia que pasé en Luco, nació en mí un vínculo afectivo por estas tierras y su paisanaje que, con los años, no ha hecho sino crecer. Buena prueba de ello, considero, son estos escritos, que tienen por humilde objetivo poner en valor un paisaje que, por desgracia, pasa desapercibido para la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos y que, en mi fuero interno, considero no debería ser, en absoluto, así. Tomar parte de la mesa tampoco parecía, por tanto, tan descabellado. Además, me iba a permitir intercambiar impresiones con gente a la que sigo desde tiempo atrás y cuyo trabajo, remunerado o no, me despierta una profunda y tierna admiración. 

  Una mesa rebosante de talento y buen hacer (Foto: ADRI Jiloca-Gallocanta)
La cosa no quedó ahí. Metidos ya en la vorágine del Árbol Europeo del Año, hubimos de compaginar la mesa redonda con pedir el voto para el Chopo del Remolinar. Lo que supimos hacer, creo, con diligencia. Chabier supo meterme el gusanazo en el cuerpo y de esa tarde, creo, vino la motivación necesaria para, yendo como habitualmente voy de cráneo, impulsar al candidato en una ciudad tan complicada, y que vive tan de espaldas a Teruel, como Zaragoza. En el Jiloca se están haciendo muchas cosas y se están haciendo bien. Es de un merito incalculable que un territorio tan despoblado, del que todos los gestores, y los no gestores, parecen haberse olvidado, tenga tanta vida bullendo adentro y tanto ímpetu para que ésta se extienda lo más posible. Y eso, más temprano que tarde, se contagia. 

Pidiendo el voto para el Chopo del Remolinar (Foto: Sara Fidalgo)
Ese fin de semana, para acabarlo de rematar, se celebraba la 17ª (ahí es nada) Fiesta de la Despedida de las Grullas organizada por la Asociación Amigos de Gallocanta. Los astros parecían conjurarse en mi favor, todo apuntaba a que iba a ser uno de esas experiencias vitales que quedan siempre imborrables en el recuerdo.  A pesar de haberse anunciado temperaturas muy bajas y algo de nieve, la fiesta no se iba a deslucir.

El frío me subyuga. A la intemperie en el entorno de la Laguna de Gallocanta, admirando como decenas de miles de grullas abandonaban sus dormideros para ir a buscar el alimento imprescindible para concluir, exitosas, su aventura migratoria, pensaba en mis abuelos, y en los abuelos suyos, y me preguntaba cuántas veces habrían sufrido ese frío cortante que yo estaba sufriendo y que mantenía mis dedos a buen recaudo en los gruesos guantes y alejados del disparador de la cámara (aunque intrépido, me lanzara, de vez en cuando, a tomar alguna instantánea). También me preguntaba qué habría sido de mi vida si ellos nunca hubieran marchado a trabajar lejos de estas parameras a las que tanto nos cuesta entender.

El triángulo del frío.  Gallocanta
Fue aquel un pensamiento que me acompañó todo el día, como me acompañaron los trompeteos incansables de las elegantes grullas y ese frío entrañable del que es imposible desprenderse y que conduce a que los carajillos, los tes, los cafés, el vino, los licores en compañía, tengan un sabor distinto al que habitualmente tienen. Un gusto como a estar en casa. Ese pensamiento no se ha separado de mí a lo largo de este mes de febrero en el que, para conseguir que un árbol radicado (nunca mejor dicho) en la Laponia del sur de Europa sea nombrado Árbol Europeo del Año, hemos organizado, a contrarreloj, casi una decena de charlas y hablado con muchísima gente. 

Grullas entrando al dormidero
El domingo madrugué para volver a Zaragoza. Desde el tren pude ver a un zorro buscando su desayuno entre la nieve.  No era un mal colofón a dos días tan intensos. Siempre que marcho del Jiloca deseo volver cuanto antes. No sólo por un paisaje sin el que yo sería incomprensible, también por volver a compartir momentos con unas gentes que se sobreponen a la adversidad del silencio y están llevando su tierra por el mundo sin importar las dificultades que puedan encontrar en su camino. Hace apenas un mes casi nadie sabía qué era un chopo cabecero, mucho menos que en Aguilar del Alfambra (que cabe decir no está en el Jiloca) hay casi cinco mil de estos árboles y que uno de ellos es un imponente benefactor de veinticuatro metros de altura, y de seis metros de diámetro en la toza, que, como sus congéneres, ha dado refugio, calentado y ofrecido alimento, durante siglos, a los hijos de estas tierras exigentes. Hoy se sabe en toda Europa. 

Cuando esta noche se baje el telón, cuando nuestra charla sobre el chopo cabecero termine, marcharán muchas cosas, aunque muchas otras permanecerán. Nadie podrá llevarse esa cálida sensación que me invade de haber sido una ínfima parte de un sueño colectivo maravilloso que representa a la perfección el amor que las gentes de uno de los territorios más recónditos de Europa tienen por su paisaje, por su historia y por su cultura.  Un amor que, en la distancia, también siento mío.

¿Puede un chopo cabecero? (Foto: CDAMA)

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