Por fin llegó algo parecido al otoño: se acortaba el día y refrescaban las mañanas, los chopos cabeceros amarilleaban sobrios en sus posiciones centenarias y en las barzas, a orillas del Jiloca, se agolpaban las moras de este año, algunas todavía rojas de inmadurez, casi todas ya henchidas de su característico morado laminero.
La naturaleza muestra una precisión milimétrica en sus hábitos, cómo sino expone tal exuberancia alimenticia justo en el preciso momento en que los hielos se acercan y el invierno trae consigo un sueño placentero de meses sobre el paisaje, una larga pausa previa a que todo recupere las fuerzas perdidas y vuelva a latir de nuevo con intensidad en primavera.
El otoño es un tiempo de contrastes |
Es el momento de replegar el oro de los desayunos invernales, la materia prima con la que llevar a término la mermelada de la nostalgia, la que en aquella canción de La Ronda de Boltaña ablandaba el pan duro del recuerdo y devolvía a su protagonista al lugar de su niñez, pero en esta ocasión con la vivacidad propia de los pueblos atestados de gentes y de actividades y lejos de las vigas podridas y quebradas que impone el silencio.
Como montar en bicicleta, hacer cosecha de moras nos retrotrae a la niñez y consigue siempre arrancarnos una sonrisa, o varias. ¿Quién no recuerda la primera vez que el dulzor sencillo invadió su paladar? ¿Quién no ha maldecido el lamparón morado en la camiseta? Esa mancha que de críos nos importaba más bien poco, salvo por la regañina que seguro habríamos de recibir, pero que perdida esa presteza infantil nos indigna y desalienta.
Araña tigre, Argiope bruennichi, en un zarzal |
El otoño invita a reflexionar sobre la caducidad de nuestra existencia, igual que recoger moras y recordar como nos entripábamos de niños al enfrentar el barzal bien repleto, nos conduce a preguntarnos a dónde marcharon los años y qué nos quedará por delante.
Es cuando a uno le entra la pena de saber que, tarde o temprano, dejará atrás los abiertos espacios esteparios, el intenso azul de su cielo sin mácula y las verdes riberas que los acompañan. Es cuando a uno le conmueven, más si cabe, las pequeñas cosas a las que dedica sus atenciones. Y en mi caso vuelvo mi mirada a las arañas tigre que me acompañaron este verano, como lo hicieron el anterior, en mis paseos por los humildes y hermosos sotos del Jiloca.
Confío, no sin temor, en que sabrán dirigirse y superarán los rigores invernales de esta parte del mundo. No me refiero a los ejemplares adultos que aun hacen guardia en sus redes de milimétrica belleza arquitectónica, sé que no lo conseguirán. Pienso en la nueva generación que duerme ahora su sueño en las esféricas bolsas de seda, que habrán de darle cobijo, hasta que las duras heladas sean sólo un recuerdo y regrese el bullicio de la vida en marcha.
Puesta de Argiope bruennichi a escasos centímetros de donde se encontraba la araña adulta |
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