domingo, 8 de mayo de 2016

El Gran Corredor

El gran corredor me miraba preocupado desde sus ojos amarillos y sus horizontales pupilas de carbón. No comprendía absolutamente nada de lo que estaba sucediendo, en él se apreciaba esa inconsciencia propia de los viejos arponeros que apenas son capaces de explicar qué brazos, en la tempestad inclemente, agitan sus frágiles balleneros hasta quebrar los mástiles, desarbolar el velamen y arrojarlos con la muerte al fondo del mar.

También ahí nos zarandeaba a ambos el viento implacable como si se tratase del malhumor incontenible que una cualquiera deidad pueril, y enajenada hasta decir basta, arroja despreocupada contra la fragilidad de un mundo en continuo cambio. Más a mí que a él. Con el tamaño suyo de no querer molestar se veía bastante menos zarandeado entre los carrizos y las valiosas matas de Pucchinella pungens que yo, que no tenía donde meterme. Aunque el Sol se mantenía suspendido en el cielo, su radiar era poco convincente. Por esa timidez solar, precisamente, hacía frío.

Habíamos desplegado ya las redes con el propósito de interrumpir, temporalmente como imponen los cánones, el vuelo de los pájaros. A la orilla, donde el fango comenzaba a ser fango y el agua del lagunazo dejaba de ser agua para ser barro y para constituirse en un amasijo enredado de plantas acuáticas, y de otros vegetales no tan acuáticos. Pocos vuelos serían interrumpidos. La tarde desapacible aconsejaban dejarnos de historias, y de historias nos dejamos. Quedarían, como testigo de la imponderabilidad de los meteoros, las redes plegadas expuestas al cierzo en espera de que cesase el temporal.

Me miraba desde sus ojos amarillos, el gran corredor, y yo lo miraba desde mis lentillas, como de prestado. Debió ser en el Devónico, pensé entre mí, cuando llegaron ellos, tras aquel salto mortal sin red, cuando vinieron de aquellos peces pulmonados con las aletas lobuladas que en la sequedad del interior se quedaron sin aire. Y después llegamos nosotros, mucho después de aquel brinco, hasta aquí. Vaya peregrinación sin igual, hasta aquí con nuestros pulmones bien hermosos, nuestro caminar erguido y nuestra fecundación interna tan perfeccionada, al margen por completo de aquellas masas de agua primigenias en las que se inicio la vida, tal y como es, en estos días aciagos, de nuestro conocimiento.

Él me miraba sin entender nada. Yo lo miraba como a un familiar lejano y sin tener muy claro si había algo por lo que debía expresarle mi agradecimiento. Le desee toda la suerte que estuvo en mi mano desearle, al escabullirse silencioso entre el herbazal trémolo, y me quedé triste, como desprotegido. El cierzo bondadoso suavizó su impronta y por un mínimo instante dejé de sentir frío. A pesar de que ya la oscuridad abisal se cernía maternal sobre nosotros.


2 comentarios:

  1. Precioso texto entre la poesía y la naturaleza, entre las vivencias y el sentimiento. Precioso, Diego.

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  2. He disfrutado con la lectura. Sigue escribiendo!

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