En la carretera de nuevo, acuso el calor. Son unas cuantas horas ya y odio cubrirme la cabeza. Lo sé, soy un alicate.
Y se presenta el cansancio. El primer día de viaje no es agradable. Después el cuerpo se te acostumbra a estar todo el día de aquí para allá, a comer poco y al calor. Presentarse, sin avisar, o avisando como de broma, como tiene por costumbre. Las tres de la tarde. No llego a almorzar a Bronchales, pienso con sorna. Me sonrío. Diviso, a mi derecha, las blancas fachadas de Orihuela. No te queda nada, me digo con escepticismo; no me lo creo ni yo.
Tomo el desvío al pueblo en el que, según se cuenta, está el secadero artesanal de jamones a mayor altitud del Estado. Estoy que serán de buen sabor. Con esa publicidad no sé a qué atenerme. Le vendrá bien la altitud al proceso de curación. Los apretados chopos lombardos a su entrada, enraizados en las márgenes del Arroyo de la Rambla Cavera, y los cantos de las aves de ribera, evidencian el cambio en el paisaje.
Paro en la plaza de la Fuente para descansar y beber agua fresca en cantidades industriales. Ya remite el calor. Lleno la botella. La vacío primero, el agua de Pozondón está ya demasiado caliente, sabe horrorosa al plástico que la ha contenido, es un orín imbebible. Voy a hacer cima en Sierra Alta. Según parece, sus vistas son magníficas. No voy a perdérmelas a pesar de sentirme algo agotado. No obstante, habré de trabajarme mi estado mental, la parte que hoy me atañe. El resto, la del día a día, poca solución tiene. Algo más de cinco kilómetros, con un desnivel positivo de 300 metros. Me da la pájara sólo de pensarlo.
La foresta de pino royo alivia la canícula. Los asalmonados árboles dan cobijo al trepador azul y su trazarse cabeza abajo por las ramas me divierte en la penosa ascensión. Voy cargado como una mula y llevo todo el día bajo el sol haciendo deporte, qué otra cosa esperaba. Ahí atrás viene la factura. Camina esta carretera en que compito farragoso conmigo mismo y está próxima a alcanzarme.
Sierra Alta, 1856 metros de altitud |
He de parar en más de una ocasión para recobrar el resuello. Bebo agua. Se me va a quedar corta la botella de litro y medio que carga el portabidones. Bebo otra vez, no evito que el trago sea largo. El líquido despliega un embriagador gusto a ambrosía. Soy un dios, puedo con esto, me repito insistente para conjurar la certeza de salir derrotado de la tentativa.
Merece la pena el dolor. Y empujar de peatón el velocípedo los últimos metros; las piedras y la tierra sueltas impiden a la rueda agarrar y opto por no pedalear en el vacío inútilmente. Leo el cartel. Sierra Alta. En la intimidad del orbe, apoyada la bicicleta en el poste que sostiene la señal, abro mis brazos como para iniciar el vuelo, me pienso infinito y el agotamiento se diluye en la felicidad del éxito. Seré hoy el marojo que se hace con el pinar con paciencia, que persevera tras décadas ignominiosas de soportar la agresividad de quienes no ven en los bosques que almacenes de madera.
Papilio machaon |
Dos macaones pululan en derredor mío y doy gracias por tan precioso recibimiento. Parecen saber de mí los lepidópteros, reconocerme. Otro me recibió en la cima de la Mesa de los Tres Reyes tras otra larga jornada de esfuerzo, lejos de acá. Un tiempo permanezco sentado junto al punto geodésico. Permito que la belleza me invada y me trascienda.
En un pequeño chamizo hay un paisano vigilante y un cachorro juguetón que no se está quieto. Adelantarse al fuego es la consigna. Escucho la radio nombrar los distintos puntos de observación y a los observantes contestar tranquilos. Llega su turno, desde el otro lado preguntan, Sierra Alta. Calmo, el tipo contesta que alguna calima pero que todo anda como ha de ir. Todo en sosiego. Me despido y le deseo suerte. La suya es la de todos.
Paro a la bajada en Bronchales. Por fin descansaré, de verdad me refiero. He llegado hasta aquí como si alguien me persiguiera. Las blancas casas de Orihuela, ahora sí, están a un tiro de piedra. La tarde ha hecho estragos, apenas he sacado la cámara fotográfica.
Mi bicicleta reposa apoyada en una pared. Voy a beber algo frío en un bar. Acaban de echar insecticida en el interior del establecimiento. Me dicen que no entre, que ellos me ponen lo que vaya a demandarles. Lo agradezco, a saber cómo estará el interior de disruptores endocrinos. Me siento en una de las sillas de la terraza y mientras doy cuenta de la cerveza, escucho conversar a los demás clientes con los amos del garito. Son varias personas de diversas edades. Anoto cómo ha ido el día en mi cuaderno de viaje. Me preguntan si voy rápido y señalándoles el pesado y voluminoso equipaje respondo: ¿con eso? Ríen. Hacen las preguntas habituales, de dónde vengo y adónde voy y cuántos días llevo de viaje y cuántos planeo viajar. Es más que agradable estar en un bar con gente joven. La luz declina, pago y marcho.
Orihuela del Tremedal |
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