Cuando peor estaba todo, ya emergidos con las manos vacías la nutria, el cormorán y el pingüino, a la superficie inquieta del océano desde lo más hondo de un mundo en preparación, de un mundo en que tan sólo agua había, la colosal anfibia se asomó y el mundo que conocemos, que no es agua tan sólo, gracias a ella fue posible.
Había caído la madre con el gran manzano mágico desde el centro del País del Cielo. Y el manzano habíase precipitado al fondo inexpugnable de un océano que todo lo abarcaba y la madre, quedado inmóvil flotando sobre las aguas.
Los cisnes la mantuvieron sobre sus cuerpos de talco a salvo de perecer ahogada y la tortuga, propietaria de la gran sabiduría, a todos los animales, que por entonces sólo acuáticos eran, convocó a negociar qué resolver y cómo hacerlo. Las blanquísimas anátidas terminarían por agotarse y la mujer caída, por hundirse sin remedio en la densidad inabordable de un océano sin tierra firme.
En las retorcidas y profusas raíces del gran manzano sagrado habría quedado prendido el sustrato del país en que las estrellas rutilan y con ese légamo inmarcesible las cordilleras habrían de hacerse, y las puntiagudas cimas inexpugnables, los verdes valles, las extensas lagunas y los torrentes cristalinos, igualmente. Pero el gran manzano, sumergido. Y en búsqueda de ese lodo redentor se arrojaron a la amenazadora regencia de la apnea la nutria, el cormorán y el pingüino. También ella, la gran anfibia, capuzó su materia inerme, aunque pocas esperanzas se tuvieran en su cuerpo frágil y en su bucear diminuto.
Y regresaron sin nada los soberbios organismos del agua y la causa pareció fatalmente perdida. Permaneció ella, sin embargo, bajo la superficie y, sin embargo, en la brega con las corrientes implacables del fondo y con la ausencia de oxígeno; estrechez que carcomía sus músculos y hacía peligrar su voluntad inquebrantable.
Cuando peor estaba todo, cuando la daban por sometida a la muerte viscosa del agua, de sus estertores últimos obtuvo la fuerza necesaria para salir a flote y de su cuerpo consumido, de su boca exhausta, con ese último suspiro luminoso, depositó sobre el caparazón de la sabia tortuga el barro que, apenas unos minutos atrás, sujeto todavía estaba a las raíces del gran manzano.
El recién rescatado limo extendido fue, a lo largo y ancho de la coriácea epidermis de la tortuga, por los demás animales del agua y el quelónido aumentó sus dimensiones hasta lo inconcebible. Un barro sagrado era el del gran manzano, un humus mágico, y en ese lodo venerable se dibujó las montañas y los ríos, los acantilados verticales y los lagos profundos; la tierra firme que hoy conocemos. Y en esa tierra firme que se nacía al mundo por entonces se estableció la madre y los cisnes recibieron su asueto merecido y luego ella, grácil progenitora fue de la raza humana. Pero los seres humanos rápido olvidamos porque nos resulta gratuito, desafortunadamente, olvidar el cuándo, el qué y el a quién deber agradecimiento.
Cuando tiembla lo terrestre, se abren profundas grietas en el pavimento y caen los edificios y las rocas inestables en los farallones verticales, la ciencia del hombre blanco habla del deslizarse entre sí de las placas tectónicas, terremoto le dice. El rojo sabe que el galápago se estira, que el quelónido está cambiando su postura.
Por su sacrificio, la Gente de la Casa Larga, los Haudenosaunee, la reconocen a ella como la abuela, a la insigne sapa, a la descomunal anfibia. Ella trajo consigo el barro primigenio desde el abisal precipicio acuoso, el lodo con que se fraguó el mundo, y su vida entregó en la empresa. Y por eso está prohibido hacerle daño.
Regresaba a Griegos. Era de noche, cerrada. Había dormido en el Alto de la Portera, en Orihuela del Tremedal, y atravesado, irredenta brisa en la carretera, los lugares de Noguera, Tramacastilla y Villar del Cobo y compartido con las gentes de la trashumancia en Guadalaviar. La jornada, la había navegado entre orquídeas con José Beneito y Begoña Sierra. En las jornadas organizadas por la Asociación de Empresarios Turísticos de la Sierra de Albarracín, había hendido mi entendimiento en las hieráticas magnánimas de la botánica. La felicidad había prendido en mis entrañas.
Regresaba a Griegos. Era nocturnidad manifiesta el paisaje, cerrada. Y ella posada estaba sobre la línea inmaculada que delimita el borde del carril, que define el inicio del mundo. Y yo la observé regia, su cuerpo perfecto me convocaba a detener mi montura metálica sin excusas, su cuerpo oscuro sobre la ringlera nívea. Y yo me detuve y tome sus proporciones en mis manos y la saqué del asfalto asesino en un torbellino respetuoso de emociones inenarrables; la devolví con ternura al orbe vegetal indescifrable.
En la noche sin fronteras un cárabo se pronunciaba certero, sin equívocos. Y yo me supe consciente, parte plena e indivisible del todo.
Sibbick, John, Espíritus, héroes y cazadores de la mitología de los indios norteamericanos, Anaya, Madrid, 1987.
Tehanetorens, Cuentos de los Indios Iroqueses, Miraguano Ediciones, Madrid, 1988.
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